miércoles, 12 de abril de 2023
Virgina Woolf jugando al cricket con su hermano Adrian en 1886 / Smith College Libraries
Artículo traducido de la versión editada por The Spectator (y publicada en el suplemento de primavera de colegios de la revista británica el 11 de marzo de 2023) del original publicado en el blog the H. Clarksson: escapingflatland.substack.com.
Si quieres ser bueno en algo, lo mejor es estudiar los logros más altos en ese campo. Para aprender a pintar bien, visita una buena pinacoteca. Si quieres ser un gran científico, pasa tiempo en los laboratorios más punteros. Si quieres escribir, lee literatura de calidad. Pero esto no es lo que suelen pensar los padres cuando se plantean cómo educar a sus hijos. La mayoría simplemente subcontrata la labor a la administración. Sin embargo, ¿hay algo que podrían aprender de las grandes personalidades del pasado?
Cogí las biografías de 42 personas excepcionales que representaran una muestra variada: desde escritores (Woolf, Tolstoi) y matemáticos (Pascal, Turing) hasta filósofos (Russell, Descartes) y compositores (Mozart, Wagner). Al parecer, hay un patrón común en la infancia de los genios. En todos ellos se dieron: la participación en discusiones intelectuales serias; un contacto limitado con otros niños; y lo que se llama «formación cognitiva», la transmisión deliberada y examen de conocimientos.
El primer principio para cultivar la excelencia se basa en reconocer que las personas son sociales por naturaleza. Interiorizan como esponjas valores, ideas, habilidades y deseos de las personas que les rodean. Por lo tanto, no sorprende que aquellos que llegan a ser excepcionales hayan pasado sus años de formación rodeados de adultos excepcionales.
Virginia Woolf nunca fue al colegio. Su padre, Leslie Stephen —quien, junto a tutores, educó a Virginia y a su hermana Vanessa— era un editor, crítico y biógrafo de tal prestigio que podía invitar a escritores y poetas como Henry James, Thomas Hardy y Lord Alfred Tennyson a cenar y conversar con sus hijos. Era algo que hacía de manera deliberada en beneficio de sus hijos.
Esta obsesión de los padres por crear un entorno intelectualmente rico aparece en casi todas las biografías que leí. El padre de Michel de Montaigne contrataba únicamente a personal de servicio que hablara latín con fluidez, para que Michel lo aprendiera como su lengua materna. John Stuart Mill pasó su infancia en el escritorio de su padre, ayudándole a escribir un tratado sobre economía, corriendo a la casa de Jeremy Bentham para pedirle prestados algunos libros y discutir ideas.
Blaise Pascal también fue educado en casa por su padre, quien decidió no enseñarle matemáticas. Pascal padre tenía tal pasión por las matemáticas que pensaba que no era sana, y temía que la materia distrajera a Blaise de otras actividades gratificantes como la literatura. Así que Pascal tuvo que aprender matemáticas por sí mismo. Pero cuando, siendo un adolescente, reprodujo varias de las demostraciones de Euclides, la familia se mudó a París para que padre e hijo pudieran participar juntos en las tertulias de matemáticos. Lo que hicieron no fue tanto enseñarle matemáticas, como crear un ambiente concreto para el niño.
Los que llegaron a ser excepcionales pasaron sus años de formación rodeados de adultos excepcionalesAl menos dos tercios de mi muestra de personas excepcionales fueron educados en casa (por lo general hasta los 12 años) por padres, institutrices y tutores. El resto fue educado en colegios, principalmente de los jesuitas.
De niños, se integraron con adultos excepcionales que además les tomaban en serio. Cuando Bertrand Russell, de cinco años, se negó a creer que la Tierra era redonda, sus abuelos no se rieron; llamaron al pastor protestante de la parroquia para que razonara con él y le sacara del error. Los tutores de estas personas brillantes tenían grandes expectativas de sus protegidos y daban por hecho que tenían la capacidad de comprender temas complejos y de aprender rápidamente. Por eso les hacían partícipes de conversaciones serias y les asignaban tareas importantes.
John von Neumann, el físico húngaro que ayudó a desarrollar la bomba de hidrógeno y los ordenadores, y que creo la teoría de juegos en sus ratos libres, asistía a las reuniones sobre la gestión del banco de su padre desde antes de tener edad de ir al colegio. Mientras escribía los diez volúmenes de su Historia de la India Británica, el padre de John Stuart Mill permitió que su hijo de tres años le interrumpiera cada vez que se encontraba con una palabra griega que no había visto antes.
No todos los que llegaron a destacar en su campo tuvieron tanta suerte. Hay algunos casos de personas que alcanzaron la excelencia a pesar de sus circunstancias, como Michael Faraday y el matemático Srinivasa Ramanujan. En su caso, ellos mismos tuvieron que buscarse los maestros. ¿Cómo?
Primero, leyendo libros. Luego, a medida que fueron sabiendo más, comenzaron a contactar a otras personas destacadas en la materia para intentar introducirse en su círculo. Ramanujan envió cartas a un gran número de matemáticos ingleses, hasta que uno de ellos, G.H. Hardy, se dio cuenta de que ese niño raro de la India no era un loco, sino un diamante en bruto, y lo llevó a Cambridge en 1914. Faraday creció en la pobreza de Londres de principios del siglo XIX. Pasó menos de un año en la escuela y luego terminó como aprendiz de encuadernador de libros. Parece que el encuadernador también fue un modelo intelectual para Faraday pero, lo que es más importante, le dio acceso a los libros.
Faraday también comenzó a asistir a conferencias científicas en las que tomaba notas detalladas. Convirtió la serie de conferencias de Humphry Davy en un libro, lo encuadernó y se lo dio a Davy. Davy agradeció el gesto de Faraday y, tras destrozarse la vista con un experimento con tricloruro de nitrógeno, aceptó a Faraday como ayudante. En otras palabras, los libros pueden ser un buen sustituto del entorno social, pero al final es necesario tener acceso directo a personas excepcionales. Y tener acceso a ellos desde una edad temprana aumenta en gran medida la probabilidad de que su influencia sea decisiva.
El segundo principio para desarrollar un intelecto extraordinario es el estar libre de la presión que supone ser parte de un grupo. Russell, por ejemplo, se mantuvo en gran medida separado de otros niños, viviendo aislado en la mansión de sus abuelos, algo que lamentan muchos biógrafos. Imaginemos —parecen pensar— lo brillante que habría sido si hubiera ido al colegio.
Pero, de hecho, es justamente al contrario. Según Russell, sus «horas más importantes» las pasaba solo, paseando por los jardines descuidados de la finca familiar: «Creo que los ratos de curiosear sin ningún tipo de propósito impuesto por otros son importantes en la juventud, porque dan tiempo para tener experiencias que parecen efímeras pero que realmente son vitales».
La infancia de Russell parece un poco deprimente, como la de Virginia Woolf. En una carta a su hermano Thoby, que estaba estudiando en Cambridge, Woolf se quejaba: «Tengo que buscar en los libros, con esfuerzo y en soledad, lo que tú recibes todas las noches sentado junto al fuego y fumando tu pipa con [Lytton] Strachey, etc.».
Esta inmersión en el aburrimiento es una constante en las biografías de personajes excepcionales. Una parte significativa de ellos se mantuvo separada de otros niños, ya sea porque sus tutores así lo decidieron o porque (como René Descartes) estaban postrados en cama con diversas enfermedades. Quizá incluso se podría decir que socializar demasiado con otros niños no es bueno para el desarrollo intelectual. Un tema común en las biografías es que el interés del protagonista por temas complejos aparecía casi como una loca alucinación, inducida por un exceso de aburrimiento.
Mozart recibió clases de piano y violín por su padre, pero empezó a componer por su cuenta. Como Pascal, Alan Turing, que se educó en colegios internados, parece haber aprendido matemáticas por su cuenta (a los 15 años, derivó la función arcotangente sin haber estudiado cálculo) mientras era considerado un marginado social y sus profesores pensaban que sus intereses no eran los de una persona con una formación integral.
Otro caso es el de James Clerk Maxwell, el matemático escocés que unió la electricidad y el magnetismo en una serie de ecuaciones de tal calado que el físico austriaco Ludwig Boltzmann exclamó: «¿Fue un Dios el que escribió esto?».
Maxwell creció en relativo aislamiento en Glenlair, una casa de campo en la finca de Middlebie en el suroeste de Escocia, en la década de 1830. A una edad temprana, Maxwell quedó fascinado por la geometría y descubrió los poliedros regulares antes de recibir ningún tipo de educación formal. En lugar de la educación formal, Maxwell pasó sus primeros diez años leyendo novelas con su madre, discutiendo posibles mejoras en la granja con su padre, trepando árboles, haciendo travesuras y explorando campos y bosques.
La mayoría de las biografías muestran niños que dedicaban sólo entre una y cuatro horas diarias a estudios formales y el resto del tiempo a proyectos que ellos mismos se buscaban. Y cuando se trata de aprendizaje formal, la tutoría individual es una constante. Algunos hicieron todo su aprendizaje formal de esta manera, como Mill; otros la tenían como complemento de la escolarización, como Albert Einstein, que contaba con varios profesores particulares de matemáticas.
El neurocientífico estadounidense Erik Hoel ha escrito acerca de la «tutoría aristócratica», que combina una instrucción estricta con interacciones más informales. La tutoría aristocrática no se centra en objetivos cuantificables. Históricamente, lo normal era que consistiera en un tutor adulto a sueldo, que a menudo vivía en la misma casa, que era un experto en un campo en particular y que pasaba mucho tiempo con un niño pequeño o adolescente, instruyéndole pero también involucrándole en discusiones. Por lo tanto, el niño estaba expuesto a un auténtico experto, aunque fuera en un campo en el que no tuviera ningún interés, y podría aprender lo que implicaba adquirir ese nivel de conocimiento en una materia.
La importancia de la tutoría fue demostrada por el psicólogo educativo Benjamin Bloom en la década de 1980. Bloom descubrió que, si se adapta la instrucción a una persona, un estudiante promedio pasaría a ser uno de los dos primeros en una clase de cien alumnos. La tutoría es una de las formas más efectivas de impartir conocimientos.
Es verdad que muchos de los tutores que aparecen en las biografías no son particularmente inspiradores. El de Tolstoi, por ejemplo, le amenazaba con darle una paliza si gritaba. Russell fue atemorizado por varios de sus tutores e institutrices. Los mejores tutores, sin embargo, incluidos los padres, parecen capaces de crear un sentimiento de inquietud intelectual compartida.
El padre de Von Neumann una vez se entusiasmó tanto con las discusiones con su hijo sobre el telar mecánico que se puso a buscar un telar Jacquard que pudieran ir a analizar los dos juntos. El padre de Marie Curie construyó un laboratorio en su piso para que ambos pudieran estudiar química. Una de las tutoras de Virginia Woolf, la académica de estudios clásicos y defensora de los derechos de la mujer Janet Case, era tan querida e importante para Woolf que ésta escribió su obituario en el periódico The Times cuando Case murió casi 40 años después.
Ayudar a otra persona a lograr un crecimiento intelectual rápido requiere crear un vínculo profundo y delicado. Un tutor puede ser exigente, y esperar que su alumno se esfuerce realmente. Pero si la firmeza no nace del respeto, si el tutor no transmite el mensaje de que realmente cree que eres capaz de más de lo que tú crees, entonces la exigencia es perjudicial. Dudo que los tutores tiránicos jugaran un papel importante en las trayectorias a largo plazo de Tolstoi o Russell.
Por último, llegamos al tercer principio: la formación cognitiva. En dicha formación, los maestros exploran ideas cada vez más complejas y piden a sus alumnos que las repitan y las reutilicen. Todas las mañanas, después del desayuno, John Stuart Mill salía a caminar con su padre. En su autobiografía, Mill escribe:
«En estas charlas frecuentes sobre los libros que yo estaba leyendo, cuando tenía oportunidad, mi padre solía darme explicaciones e ideas sobre la civilización, el gobierno, la moral, el cultivo del intelecto, que luego me pedía que le repitiera con mis propias palabras. También me hizo leer, y le conté luego de palabra, muchos libros que no me habrían interesado lo suficiente como para leerlos por propia iniciativa».
El padre de Mill enseñaba a razonar a su hijo pensando en voz alta y pidiéndole a John que reprodujera sus ideas imitando los patrones de pensamiento que había usado él. Le daba tareas cada vez más difíciles y luego le hacía preguntas que le ayudaban a resolverlas. Y le daba consejos sobre cómo mejorar.
Este tipo de formación intelectual es un patrón recurrente en las biografías. En algún momento de su adolescencia, y a veces antes, los futuros genios fueron asesorados por alguien con una capacidad excepcional en su campo.
Russell fue descubierto por Alfred North Whitehead, uno de los filósofos y matemáticos más importantes del momento, y colaboró con él cuando tenía veinte años. El matemático suizo del siglo XVII Leonhard Euler recibió clases de varios miembros de la familia Bernoulli, todos ellos extraordinarios matemáticos. En ellas, no sólo estaban enseñándole, sino haciendo un verdadero trabajo intelectual.
Algo importante a reconocer es que estos niños no sólo recibieron una educación excepcional; también estaban excepcionalmente dotados. Como la mayoría de las personas incluidas en este ensayo, John von Neumann tenía un talento que asustaba. Podía dividir números de ocho dígitos en su cabeza a la edad de seis años. Cuando von Neumann ingresó en la universidad, George Pólya, otro matemático, cuenta:
«Había un seminario para estudiantes avanzados en Zürich que yo estaba impartiendo y von Neumann estaba en la clase. Llegué a cierto teorema y dije que no estaba demostrado y que podía ser difícil de hacerlo. Von Neumann no dijo nada pero cinco minutos más tarde levantó la mano. Cuando le di la palabra, fue a la pizarra y procedió a escribir la demostración. Desde entonces tenía miedo de von Neumann.»
Si hoy distribuyéramos clones de von Neumann en hogares occidentales seleccionados al azar, pocos, si es que alguno, tendrían la calidad de educación que tuvo el von Neumann original. Algunos se echarían a perder por estar en ambientes familiares tóxicos. Pero la mayoría de los demás probablemente seguirían destacando. Tal vez no al nivel de genio de «inventaré los ordenadores, la teoría de juegos y la bomba de hidrógeno al mismo tiempo», pero tampoco chicos de la media.
El talento innato es, sin duda, una parte de la excelencia. Richard Wagner aprendió piano de la mano de su profesor de latín, pero dejó de tocarlo porque no podía entender las escalas. Sin embargo, aprendió transcribiendo de oído la música de obras de teatro. Una vez había llegado al límite de sus habilidades naturales, buscó a un compositor, Christian Gottlieb Müller, y convenció a su madre para que permitiera que Müller le enseñara composición. Wagner tenía entonces 13 años. Dos años más tarde, pudo transcribir a piano la novena sinfonía de Beethoven. Yo conozco a bastantes músicos con talento y me dicen que algo así, simplemente, no pasa nunca.
Pero esto no quiere decir que las peculiaridades de la educación de las personas excepcionales de la historia no fueran importantes o que no valga la pena emularlas. Tener acceso a personas excepcionales que sirvan como modelo, y una educación entregada y personalizada es transformador. En algunos casos, como con Mill, es posible que la mayor parte de su genialidad se pueda atribuir a la educación, más que al talento innato.
Hacer todo esto, es decir, crear un entorno excepcional, ofrecer instrucción personalizada y oportunidades de formación cognitiva, implica un esfuerzo enorme. Como todo en lo que se busca la excelencia, exige muchos sacrificios.
Sin embargo, el simple hecho de ser consciente de estos principios no requiere sacrificio. Es una forma de ver a los niños: como personas capaces de ser competentes, con ganas de hacer tareas significativas y dignos de participar en las conversaciones serias. Podemos aprender a verlos así, pero es un cambio profundo en la percepción habitual, un alejamiento de la forma en la que se nos enseña a considerar a los niños.
Hay un momento en la autobiografía de Mill, en el que John está a punto de salir al mundo y su padre por primera vez le hace saber que su educación había sido… un poco especial. Iba a darse cuenta de que otras personas de su misma edad no sabían tanto como él. Pero —le dijo su padre— no debía sentirse orgulloso de ello. Simplemente había tenido suerte.
Pues hagamos que más gente tenga esa suerte.
Artículo traducido de la versión editada por The Spectator (y publicada en el suplemento de primavera de colegios de la revista británica el 11 de marzo de 2023) del original publicado en el blog the H. Clarksson: escapingflatland.substack.com.
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