viernes, 12 de mayo de 2023
Preis King / Pixabay
Envidio esos días felices cuando uno era ajeno a la política, a la ideología, hasta a su propio yo. Esos días en que no había otra cosa que hacer que levantarse, ayudar en casa y vivir. Cuando vivir era leer, estudiar, tomar apuntes, jugar, salir con las amigas, pelearse con alguna hermana, hurtarles camisetas blancas, esas nuevas que llegaban de Don Algodón o de Benetton, enamorarse de un monaguillo o esperar una llamada al fijo de casa.
Ese teléfono que colgaba del pasillo, que tenía un cable en espiral largo que siempre acababa enrollado sobre sí mismo —ahora usamos gomas de pelo parecidas a aquellos cables— y que nos permitía coparlo toda la tarde con una llamada que arreglaba o hacía saltar el micromundo mientras la vida familiar se desmoronaba a nuestro alrededor, porque habías dejado incomunicado al resto de la familia, y hacías gestos para que se callaran y no fueran unos histéricos. Hablo de cuando aún no había «llamada a tres» y lo más inteligente de la casa era el mando a distancia y el microondas. Ese era un tiempo de fábula.
Recuerdo que mis padres estaban llenos de energía y eran agotadores. Siempre había algo que hacer. Nuestra peor pesadilla era la compra mensual: un sábado al mes, mi padre y dos de nosotras íbamos al gran almacén. Llenábamos dos carros, a veces tres, hasta arriba de todo lo que conforma una despensa. En ocasiones, nos dejaba meter un paquete de Lacasitos. Ir con él era ganarse la moneda del carro, esa que mi madre siempre pedía de vuelta. Después metíamos todo en bolsas de plástico bien resistentes, esas que eran gratis y que te daban hasta «por si acaso». Lo peor estaba por llegar: meterlo en el coche, aparcar en segunda fila y, con la prisa pegada al dedo del telefonillo y un «soy yo, bajad», hacer bajar al resto de la familia que ya sabía qué había que hacer: descargar el coche y subirlo todo a casa. Allí, con maestría, mi madre dirigía la «operación desembarco». Fin. Hasta el mes siguiente. En cuanto la mayor de mis hermanas se sacó el carné de conducir mi padre dejó de venir aquellos sábados con nosotras y nos quedamos sin la moneda del carro.
Pero el tiempo no tiene botón de pausa y pronto llegamos a la sofisticación tecnológica que para mí ha sido el mejor de los inventos. Y no hablo de las Apps, ni de la telefonía móvil, ni del smart wacht… Me refiero a la compra por Internet, la del súper, del mercado. Que un comercio me ofreciera la oportunidad hacer la compra de manera totalmente digital, desde el ordenador de casa y me evitara toda esa pérdida de tiempo y esa pesadilla del sábado por la mañana… ha sido para mí oro puro.
Desde que salí de España no he repetido la experiencia, y cada semana me veo en la trabajosa tarea de salir del confort de mi casa para comprar desde leche hasta detergentes en los distintos almacenes y comercios de la zona. No vayan a pensar, amigos, que por estar en un país del todo desarrollado —podemos decir que potencia económica mundial— todo queda concentrado en el Aldi de turno. ¡No! Para leche, aceites y galletas tiene un pase, incluso para la fruta y la verdura. Pero si una busca un poco de calidad y le mueve la pasta italiana, las salsas de tomate, los aditivos para la leche de los niños o el simple agua de la plancha, toca cambiar a otros almacenes y droguerías donde perder el tiempo. Pero no vamos a quejarnos, que desde hace años las cajeras del súper son mi única socialización en este idioma.
Menos mal que la vida sigue y el mundo está lleno de empresarios con visión de futuro. Alguno seguro que me vio perdida en el bosque y cargada de niños, y pensó en lo fácil que sería facilitar la vida a las personas y desarrollar una web de venta de ropa, calzados y complementos. Al poco tiempo llegaron las Apps de las marcas que más consumo y con ellas pude hacer mi lista favorita de prendas y básicos… Guardo esas aplicaciones en la segunda pantalla del móvil y las uso para comprar cada temporada lo que la familia necesita. Y todo llega puntual, a los pocos días, como por milagro. Y recibirlo nos hace felices. Y también está Amazon, que es ya la logística perfecta. Sé que no me va a solucionar ese momento de «mamá, necesito una cartulina blanca para mañana» a las ocho de la noche, pero para eso tengo la tiendita del pueblo tan bien atendida por la dueña, que siempre tiene cara de buena gente y sonríe cuando entro por la puerta.
Yo entiendo que la vida online, las compras, los cursos de formación, las gestiones bancarias y burocráticas, la mensajería y el correo digital, las video llamadas… nos han facilitado muchísimo la vida. También entiendo que muchos, sobre todo el pequeño comercio, se han visto o podido ver arrinconados, desfasados, en caída libre. Como los mayores con la banca digital. Y hay que buscar un equilibrio para que todo pueda convivir. Aunque no sé si la sociedad está dispuesta a eso.
Y como en toda evolución, llega un momento en que tus Apps dicen de ti más de lo que crees. Cada cachivache aporta datos de uno, como la navegación por redes, el uso que se hace de Alexa o de Siri… También tu reloj digital, ese que tienes y que podría servirte para llegar a la luna pero que a lo sumo lo usas para contar los pasos que das, haciéndote mala conciencia o no. Poco a poco hemos ido dejando una huella que unos usarán para engancharnos —les recuerdo el algoritmo— y otros usarán para conformar un perfil de nosotros que hemos acreditado con cada like, cada comentario y no digamos con cada artículo que se publica. Sin quererlo estamos alimentando ese cerebro digital que jóvenes keniatas o de otras partes del mundo alimentan y entrenan con lo ya escrito en Internet, pues para preparar sus textos, estos sistemas de Inteligencia Artificial (IA) se entrenan analizando a su vez textos públicos extraídos de la Red, donde se encuentra la gran compilación de conocimiento humano. Miedo me da la IA, porque sin estar aún a pleno rendimiento, y habiendo leído escritos decentes y visto fotografías muy creíbles, el hecho de que ya haya voces disonantes como Elon Musk (a quien no soporto) o Steve Wozniak (Apple) entre otros muchos, que pidan un freno de seis meses al desarrollo, mosquea.
A mí particularmente me mosquea porque uno tiene que haberse cultivado, leído, haberse hecho preguntas importantes, haber hablado con mucha gente y estar, en definitiva, muy viajado, para que la IA no le imponga una verdad que no es tal. Para que no tome por buenas premisas que pueden parecer verdaderas, haciendo que el rebaño de gente que hoy ni lee, ni se pregunta, ni estudia el pensamiento, gracias a la educación borreguil del siglo XXI, acabe más perdida y desnortada aún de lo que parece que pueda llegar a estar.
No es que la IA nos vaya a matar, como en aquella película Ex Machina, de 2014 y con Alicia Vikander de protagonista, pero sí puede traspasar los límites de la ética y la moral, y llevar a más de uno a la locura. Si no, que le pregunten a la viuda del joven belga Pierre, que se suicidó hace poco después de que una IA se lo sugiriera por tener ecoansiedad. Pobre Pierre, pobre viuda, pobres hijos. Pero auguro que no será el único.
Y terminando, que esto de la IA da para millones de escenarios de ciencia ficción: nosotros (periodistas, publicistas, expertos en marketing, relaciones públicas…) tendremos que redirigir nuestras carreras, y nos toca la tarea de seguir persiguiendo la verdad, desvelándola con creatividad y por amor al bien de los demás, dos características puramente humanas que siempre le faltarán a la Inteligencia Artificial.
ESCRITO POR:
Periodista española afincada en Alemania, escribe sobre tendencias y estilo de vida.
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