El espíritu olímpico

domingo, 18 de agosto de 2024

Josy Barthel cruza la línea de meta en las olimpiadas de Helsinki en 1952 | Wikimedia



Sólo los muy aficionados al atletismo y, además, de cierta edad son capaces de identificar, sin mirar en internet, quién era exactamente Josy Barthel. Barthel fue un atleta luxemburgués, nacido en 1927, que, en los Juegos Olímpicos de Helsinki, en 1952, logró la Medalla de Oro en los 1.500 metros lisos, con una marca de 3:45.2, que fue Récord Olímpico.

Aunque en los Juegos de Londres, en 1948, ya había sido finalista en esa prueba, que para muchos es la reina del atletismo, no figuraba entre los favoritos y aquel triunfo en Helsinki fue tan sorprendente que en la ceremonia de entrega de medallas no se pudo interpretar el himno luxemburgués porque la banda militar finlandesa -en aquel entonces, los himnos los tocaban esas bandas- no tenía la partitura.

A su vuelta a casa sus compatriotas, a los que había dado la alegría de ese campeonato olímpico, le recibieron por todo lo alto y le convirtieron en una especie de héroe nacional. Antes de retirarse definitivamente de la competición todavía participó en los Juegos de Melbourne de 1956. Después fue Presidente de la Federación Luxemburguesa de Atletismo de 1962 a 1972 y del Comité Olímpico de Luxemburgo de 1972 a 1977.

Pero es que, además, Barthel, que era un prestigioso ingeniero químico (había estudiado Química en las universidades de Estrasburgo y de Harvard), de 1977 a 1984 fue Ministro de transporte y energía en el Gobierno de su país. Murió prematuramente, a los 65 años, en 1992 y, tras su muerte, Luxemburgo puso su nombre al estadio de fútbol y atletismo de la capital.

Tuve la suerte y la oportunidad de conocerle personalmente en 1989 y de tener con él una conversación sobre su trayectoria deportiva. Como es lógico, me contó su carrera del 1.500 de Helsinki, en la que sorprendió a sus rivales con una recta final fulgurante. Me explicó que en ese sprint le motivó especialmente adelantar al atleta alemán, que llegaría dos décimas detrás de él. Y es que los luxemburgueses tenían entonces muy cercana la invasión a la que los alemanes de Hitler les habían sometido durante la II Guerra Mundial. Porque, además, el Führer les consideró pueblo germánico y obligó a todos los jóvenes luxemburgueses a alistarse en las filas de su ejército. Por lo que es perfectamente explicable el deseo de Josy Barthel de ganar al atleta alemán.

Pero aún me contó más cosas. Como, por ejemplo, que, después del éxito de Helsinki, fue invitado a participar en unos mítines de atletismo que se organizaban en Suiza; allí ganó una carrera y los organizadores le regalaron un magnífico reloj, ahora no recuerdo si me dijo, incluso, que era de oro. El caso es que ese regalo llegó a oídos del Comité Olímpico Internacional, y su Presidente, el estadounidense Avery Brundage, le dirigió una carta, conminándole a que o devolviera el reloj a los organizadores suizos de aquel mitin o devolviera la medalla olímpica al COI.

Brundage, que había sido atleta olímpico en los Juegos de Estocolmo en 1912, fue, durante todo su mandato en el COI (1952-1972), un escrupuloso cumplidor del espíritu olímpico, tal y como lo había diseñado Coubertin a finales del siglo XIX, y, por tanto, no podía aceptar de ninguna manera que un deportista olímpico ganara dinero o se enriqueciera con su actividad deportiva.

Josy Barthel, como es lógico, devolvió el reloj y se quedó con la medalla de oro, que me enseñó cuando lo conocí.

En realidad, hay que reconocer que el deporte olímpico absolutamente amateur y al margen de otros intereses que no fueran los exclusivamente deportivos no duró mucho.

Quizás el momento en que ese espíritu puro empezó a quebrarse fueron los Juegos de Berlín en 1936, cuando Hitler los utilizó para hacer propaganda de su régimen y de su siniestra ideología. Puede que los Juegos de Londres (1948), Helsinki (1952) y Melbourne (1956) volvieran a ser bastante amateurs y apolíticos; pero, a partir de los Juegos de Roma (1960), los países comunistas, con Moscú al frente, quisieron convertir los Juegos Olímpicos en escaparates propagandísticos de eso, del comunismo, para lo que no dudaron, no sólo en pagar a los atletas haciéndoles profesionales disfrazados de militares, sino en experimentar en ellos todo tipo de dopajes.

Tras Munich (1972) el profesionalismo fue empezando a dejar de estar anatemizado en el espíritu olímpico. Y Samaranch, después de Moscú (1980), acabó definitivamente con esa exigencia idealista que a nuestro Josy Barthel le llevó a devolver aquel reloj. Hoy, acabamos de verlo en París, no creo que haya habido ni un solo deportista que no haya cobrado algo de sus patrocinadores, de sus gobiernos o hasta del mismísimo COI.

Son los signos de los tiempos. Pero no está de más cultivar un poco de nostalgia de aquella época en que todo el deporte olímpico era amateur. El cínico, pero siempre inteligente y brillante, Talleyrand dicen que dijo que “los que no han vivido antes de la Revolución Francesa de 1789 no conocen lo que es la dulzura de vivir”. Quizás podemos parafrasearle y afirmar que los que no han conocido el deporte olímpico absolutamente amateur no han saboreado la dulzura y la emoción del deporte puro.

¡Ah! en París ha ganado el 1.500, con un nuevo récord olímpico, el norteamericano Cole Hocker con 3:27.65, casi 18 segundos mejor que nuestro amateur  y admirado Josy Barthel.

ESCRITO POR:

Licenciado en Filosofía y Letras (Filología Hispánica) por la Universidad Complutense, Profesor Agregado de Lengua y Literatura Españolas de Bachillerato, Profesor en el Instituto Isabel la Católica de Madrid y en la Escuela Europea de Luxemburgo y Jefe de Gabinete de la Presidenta del Senado y de la Comunidad de Madrid, ha publicado innumerables artículos en revistas y periódicos.