sábado, 22 de octubre de 2022
En 1872 el diácono Charles Lutwidge Dodgson, que ya llevaba 17 años de profesor de Matemáticas en el Christ Church College de Oxford, publicó, con su seudónimo de Lewis Carroll, «Through the Looking-Glass, and What Alice Found There» («Alicia a través del espejo»), segunda parte de las historias de Alicia. Ahí incluye el siguiente diálogo: «The question is,» said Alice, «whether you can make words mean so many different things.» «The question is,» said Humpty Dumpty, «which is to be master—that’s all.» («La cuestión es –dijo Alicia– si puedes hacer que las palabras signifiquen tantas cosas distintas». «La cuestión» –dijo Humpty Dumpty– «es quién es el que manda…, eso es todo»).
Es una cita a la que se recurre con mucha frecuencia cuando se intentan analizar las relaciones entre las palabras y el poder porque esa frase lapidaria de Humpty Dumpty resume de manera inmejorable la complejidad de esas relaciones. Porque, con mucha frecuencia, encontramos que las palabras significan lo que quieren que signifiquen los que mandan; pensemos en cómo los que ahora mandan en España están consiguiendo que signifiquen algo palabros (no es una errata) como «resiliencia», «empoderar» «no binario», «transgénero», etc. Sensu contrario, también puede ocurrir que el que, por lo que sea, se apropia del significado de una palabra acaba llegando al poder precisamente porque es percibido como el propietario de lo que algunas de esas palabras encierran, cuando ese contenido se considera positivo. Piénsese en la inmensa rentabilidad que la izquierda ha sacado de apropiarse de palabras como «feminismo», «ecologismo» o «colonialismo», cuyo significado, para muchos ciudadanos, es, precisamente, lo que los políticos de izquierda quieren que signifiquen.
Esto viene a propósito de unas palabras que cada vez aparecen más en el terreno de juego político, «woke» o el «wokismo». En origen, la palabra «woke» («despierto» en inglés) se utilizaba en Estados Unidos para referirse a los que luchan contra las discriminaciones racista con los negros. Después, y poco a poco, se ha ido utilizando para aplicársela a los que se dicen defensores de minorías con una determinada identidad: mujeres, homosexuales, LGTBI o indígenas oprimidos por los colonialistas.
Para los gurúes de la corrección política, que hoy constituye el corpus dogmático de la izquierda occidental, «woke» es una palabra de connotaciones netamente positivas; ser «woke» es estupendo. Pero para los laicos de esa religión de la corrección política, saber lo que significan de verdad las palabras y no lo que los que mandan quieren que signifiquen es el primer deber para defender nuestra libertad, al menos, la de pensar.
«Woke» y su sustantivo «wokismo» son palabras que hoy designan todos aquellos movimientos políticos de origen revolucionario, es decir, herederos del socialismo marxista, pero que, en vez de asignar al proletariado el papel de sujeto de la revolución, encargan esa función a los individuos de esos grupos identitarios que, en algún momento de la Historia, han sufrido algún tipo de persecución, vejación o discriminación. Después, esos movimientos políticos de la izquierda marxista o postmarxista se arrogan la voz y la representación exclusiva de esos grupos.
Los marxistas irredentos, que los hay, hace tiempo que descubrieron que el proletariado, la clase obrera (¡qué curioso y significativo es que Sánchez no utilice nunca esa expresión y sí la de «clase media trabajadora»!), ya no quiere saber nada de la oferta comunista, porque la práctica («praxis», en la terminología marxista) les ha demostrado que para liberarse y prosperar el mejor camino que tienen los obreros, los proletarios del «Manifiesto comunista» de Marx y Engels de 1848, es el de la sociedad libre de mercado, es decir, el capitalismo. Si alguno todavía no se había dado cuenta, la caída del Muro se lo demostró definitivamente.
Por eso, son estos marxistas, con Ernesto Laclau y su cónyuge, Chantal Mouffe, a la cabeza, los que han trasladado a las mujeres, los trans, los LGTBI, las razas no blancas o los herederos de países colonizados el protagonismo revolucionario. Y cuando eso no basta, ahí tienen al planeta o a los animales. Todo les vale a los apóstoles de este «wokismo», siempre que sirva para provocar, o intentarlo, un cambio radical en las estructuras sociales y en la organización de las naciones que, por ahora, tenemos regímenes liberales y abiertos.
Pero no hay que olvidar que ya mucho antes, en 1913, Stalin, que no tenía un pelo de tonto, había publicado un panfleto, «El marxismo y la cuestión nacional», en el que analiza las posibilidades revolucionarias que pueden encontrarse en los nacionalismos, y en el que analiza cómo puede conjugarse esa defensa de las nacionalidades con el primigenio internacionalismo radical del movimiento comunista.
El propio Stalin, desde la Komintern, apoyó la creación de partidos comunistas de nacionalidades, aunque no se correspondieran con Estados. Es muy curioso recordar que el comunista PSUC (Partido Socialista Unificado de Cataluña) se crea, como partido independiente del PCE, el 23 de julio de 1936 (¡ojo a la fecha!, cinco días después del alzamiento de Franco), con la idea de acoger reivindicaciones nacionalistas para movilizar a «masas» que no se identificarían con el proletariado del que los partidos comunistas se arrogaban la representación.
O sea, que el buscar aliados para luchar contra la democracia liberal y la sociedad abierta, como ahora hacen los «wokistas», no es nuevo en la tradición marxista.
El contenido de este artículo ha sido editado el día 1 de noviembre de 2022.
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