miércoles, 12 de abril de 2023
A finales de la década de 1990, la OCDE, consciente de la relación estrecha que existe entre el desarrollo económico de un país y la eficacia de su sistema educativo, decidió implantar un programa que permitiera comparar los resultados de la enseñanza obligatoria de sus países miembros. Así fue como nació PISA (Programme for International Students Assessment), que evalúa el rendimiento de los alumnos de 15 años en lectura, matemáticas y ciencias a través de unas pruebas que se realizan cada tres años.
La primera vez que se aplicaron las pruebas PISA fue en el año 2000. Los últimos resultados publicados corresponden a las evaluaciones de 2018. En ellos no figura España porque hubo un problema con la aplicación de las pruebas de comprensión lectora, que la OCDE no ha sabido o no ha querido explicar bien.
Esta evaluación internacional ha tenido tanto éxito en el mundo que cada vez más países no miembros de la OCDE solicitan participar. Uno de esos países ha sido Singapur donde, con un sistema de enseñanza totalmente tradicional, sus escolares obtienen unos resultados mucho mejores que todos los demás.
Si nos fijamos, por ejemplo, en los resultados de la prueba de Ciencias del año 2015, vemos que la media de la OCDE es de 496 puntos y que, de los 6 niveles que contempla PISA, el 15,3% de los escolares de 15 años se situaba en los más altos (5 y 6) y el 13% no llegaba a alcanzar el nivel 2. Pues bien, Singapur, en primera posición y con 556 puntos, tuvo un 39% de alumnos en los niveles más altos y solo un 4,8% se quedó por debajo del nivel 2.
Las pruebas PISA permitieron que los gobiernos de los países occidentales tomaran conciencia de las deficiencias de sus sistemas de educación. En un artículo editorial sobre educación que publicó The Economist en septiembre de 2011 se hablaba de la necesidad, expresada por muchos de los gobiernos occidentales, de abordar una profunda reforma de sus sistemas de enseñanza y de las dificultades con las que chocaban cuando intentaban introducir medidas encaminadas a mejorar sus resultados.
El artículo recordaba al conocido pedagogo norteamericano John Dewey, padre de la llamada progressive education, para señalar que las reformas que los sistemas educativos necesitarían van en una dirección contraria a la de los teóricos de la pedagogía progresista. Es decir, se debería recuperar la disciplina y la autoridad de los profesores, hacer hincapié en la transmisión de conocimientos y reconocer el valor de los exámenes como método para asegurar la adquisición de los mismos.
Se puede decir que existe hoy una crisis de la educación en gran parte de los países de Occidente. Una crisis de la que la conocida filósofa alemana Hannah Arendt advirtió hace más de sesenta años. En 1958, Arendt, que vivía entonces en EEUU, dio una conferencia en la ciudad alemana de Bremen sobre la crisis de la educación norteamericana. En aquella conferencia, que forma parte de un libro de ensayos, «Entre el pasado y el futuro», con el título «La crisis de la educación», Hannah Arendt trataba de explicar por qué estaba resultando tan difícil para los responsables de educación implantar algunas medidas, aparentemente sencillas y de puro sentido común, para mejorar los resultados de la enseñanza de colegios e institutos. Como hacía The Economist en 2011, Arendt señalaba a los herederos de John Dewey como responsables de la situación.
Lo que hace tan difícil salir de la crisis, decía Arendt, es un conjunto de prejuicios políticos y pedagógicos que se hallan instalados en el mundo de la educación. Como prejuicios políticos señalaba un concepto de la igualdad que iba más allá de la igualdad de oportunidades y que pretendía hacer de la escuela, no un lugar de aprendizaje, sino una herramienta para cambiar la sociedad, para crear un mundo nuevo. En cuanto a los prejuicios pedagógicos, la filósofa alemana citaba a Rousseau y a la llamada Nueva pedagogía que estuvo de moda en Europa a principios del siglo XX y que, a partir de los años treinta, había cautivado a los pedagogos norteamericanos. Una «mezcla de sensateces e insensateces», decía Arendt, aceptadas como dogmas de fe, que han erradicado el valor de la instrucción, de la disciplina y de la autoridad del maestro.
En aquella conferencia Arendt también advertía de la posibilidad de que la crisis, que entonces afectaba sólo a EEUU, se extendiera a todo Occidente. Y así fue. Si leemos hoy La crisis de la educación, encontraremos la explicación de por qué, aun sabiendo que ciertas pedagogías no funcionan, resulta imposible adoptar medidas sensatas que permitan mejorar los resultados de los estudiantes.
En la prueba de Ciencias de PISA 2015 España obtuvo la misma puntuación que la media de la OCDE, 493 puntos, pero, como va siendo habitual desde que se implantó dicha evaluación, nuestros escolares quedaron a la cola de la Unión Europea, solo por delante de los griegos y los italianos. Eso sí, nuestro país, con un 10,9% de alumnos excelentes y un 10,3% con pésimos resultados, es campeón en igualdad. Datos que dejaron muy satisfechos a los socialistas que hoy nos gobiernan, cuya conclusión fue que la educación en España va muy bien y que solo tiene dos problemas: hay demasiados alumnos repetidores y el abandono escolar es también demasiado alto. Dos problemas que se han apresurado a corregir con la LOMLOE, Ley Orgánica de Modificación de la LOE, aprobada el 29 de diciembre de 2020. La repetición de curso será considerada como un caso extremo, y cualquier examen o control de conocimientos tanto al final de la primaria como de la secundaria obligatoria quedan prohibidos. Además, esta nueva ley moderniza el lenguaje pedagógico con la incorporación de unos «currículos competenciales». Un neolenguaje del que palabras como esfuerzo, mérito, selección, exámenes, afán de superación e incluso conocimientos quedan proscritas, y me temo que para siempre.
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