viernes, 11 de agosto de 2023
Los presidentes del Gobierno en el acto conmemorativo del 40º aniversario de la Constitución (detalle)| Pool Moncloa / Fernando Calvo. Congreso de los Diputados, Madrid 6.12.2018
En 1902 Lenin, que aún no había cumplido los 32 años, publicó un tratado político con el título de «¿Qué hacer?». En ese libro, que va a convertirse en una guía imprescindible para todos los partidos comunistas de la historia hasta nuestros días, el revolucionario ruso reconoce que la clase obrera, por sí sola, nunca tomará conciencia de la importancia que tiene alcanzar el poder político y que, más bien, se conformará con la consecución de pequeñas ventajas salariales. Por tanto, se hace necesario que la vanguardia marxista de esa clase obrera se organice dentro de un partido político desde el que difundir y defender sus principios para luchar para conseguir el poder.
En ese histórico «¿Qué hacer?», Lenin ya señala las líneas concretas que deben regir en la organización de ese partido. Ahí introduce un concepto que va a tener una trascendental importancia en la vida posterior de todos los partidos que, no por casualidad, van a denominarse marxistas-leninistas: el centralismo democrático. Como muchos de los conceptos políticos que manejó ese monstruo de maldad que fue Vladimir Illich Uliánov, el de «centralismo democrático» está lleno de trampas. Parecería que la introducción del adjetivo «democrático» podría significar que las decisiones acerca de la línea y la estrategia de esos partidos revolucionarios serían tomadas después de escuchar las opiniones de los militantes. Pero eso es sólo una apariencia. Sí, según Lenin, se dejaría opinar a esos militantes de base; pero, una vez que los órganos superiores del partido tomaran una decisión, ésa sería de obligado cumplimiento para todos los órganos inferiores y, por supuesto, para todos los militantes, que tendrían que aceptarla y defenderla sin rechistar. No hace falta conocer demasiado lo que ha sido la historia de los partidos comunistas, con sus purgas terroríficas, para imaginar lo que podía pasarles —y de hecho les pasó— a los que, en uso de esa sedicente democracia, habían expuesto posiciones distintas a las preconizadas por esos órganos superiores.
Esa subordinación de todo el partido a las decisiones de la cúpula tenía, para el padre del comunismo del siglo XX y abuelo del del siglo XXI, la trascendental importancia de acabar de raíz con lo que llamó el faccionalismo, es decir, la existencia de facciones dentro del partido, y consagrar, sin dudas ni discusiones, la unidad de acción de todo el partido detrás de sus líderes o, mejor dicho, de su líder, que iba a ser él. Las facciones, decía este sujeto que de tonto no tenía un pelo ni tampoco de bueno, pueden conducir a crear tensiones entre los miembros y, además, pueden ser utilizadas y manipuladas por los enemigos del partido.
Pues bien, el modelo de partido que inventó Lenin hace 120 años es, aunque algunos no lo sepan, al que aspiran muchos, si no todos, los partidos democráticos de los países ejemplarmente democráticos de nuestro entorno, empezando por el nuestro.
El poder absoluto de la cúpula, eufemismo para designar al líder único, la sumisión acrítica de los dirigentes intermedios y la carencia de canales para conocer la opinión de los militantes de base son las características más significativas del «centralismo democrático» leninista; y cualquiera que eche un ojo al funcionamiento de nuestros partidos no tiene que esforzarse mucho para encontrarlas plenamente vigentes en ellos. Por no hablar de las facciones, que no existen ni por casualidad.
Hagamos un poco de historia. Y empecemos por UCD, el único partido español que no tuvo nada de leninista en su organización y funcionamiento. Y algunos dirán inmediatamente: ¡y así les fue! Pues sí, el ser una amalgama de personalidades, ideologías y proyectos políticos muy diferentes, llevó a UCD a la descomposición y a la implosión. Viendo este ejemplo, se puede pensar que Lenin tenía razón: no caben en un partido tantas familias, cada una con un líder, unas ideas y unas ambiciones diferentes a las demás.
Con el ejemplo de UCD y con el conocimiento que, sin duda, tenía de la obra de Lenin, Alfonso Guerra —el auténtico creador del PSOE de Felipe González— lo dejó meridiana y brillantemente claro: «el que se mueve no sale en la foto». Es verdad que Lenin al que se movía lo eliminaba físicamente y, como es lógico, Guerra no iba a hacer eso, pero sí podía dejarle sin puesto, es decir, sin sueldo. Y el resultado es que a Guerra no se le movió ni uno, ni a Zapatero después, ni ahora a Sánchez, ¡y mira que lo lógico es pensar que a algunos socialistas al menos les resulte repugnante estar junto a nacionalistas racistas y a comunistas bolivarianos!
Sin conocer la obra de Lenin y probablemente para seguir el ejemplo de lo que Alfonso Guerra había hecho en el PSOE, Álvarez Cascos, nombrado por Aznar Secretario General del PP después del Congreso del partido en 1989, se convirtió en lo que todo el mundo llamó «general secretario» para expresar la fuerza de su autoridad en el funcionamiento del partido. Y, como en el caso del PSOE, tampoco parece que, con él al mando, hubiera disidencias internas.
En esa línea se inscribe el famoso discurso de Rajoy en Elche en abril de 2008, el de que «los liberales y los conservadores se vayan al partido liberal y al partido conservador». Es verdad que Rajoy no creo que conociera el libelo de Lenin, pero era claro que estaba en contra de la existencia de facciones dentro del partido que quería liderar de forma leninista, aunque no lo supiera.
Entonces, ¿estamos condenados a tener partidos leninistas? Si miramos a nuestro alrededor, lo que pasa en España se da en muchos otros países europeos, aunque quizás con menos virulencia. Y tiene que ver con la ley electoral y las listas cerradas y bloqueadas. Porque en el Reino Unido, con su sistema electoral mayoritario por circunscripciones pequeñas y uninominales, vemos que el monolitismo leninista de los partidos españoles no existe. Por eso, allí se oyen siempre voces críticas desde dentro de los partidos en los que coexisten tendencias o facciones, de esas que odiaba Lenin, pero que sirven para que todas las opiniones sean conocidas y tenidas en cuenta. Recordemos cómo entre los tories convivieron una liberal enragée como Margaret Thatcher con un conservador wet como Edward Heath, o cómo entre los laboristas podemos encontrar a un liberal como Tony Blair y a un criptocomunista como Jeremy Corbyn.
Porque, en contra de Lenin y de sus secuaces, aunque lo sean por inconsciencia, que en los partidos coexistan dos o más almas, dos o más sensibilidades, es y tiene que ser una fuente de enriquecimiento. Siempre, claro está, que no defiendan posturas contrarias a los principios esenciales de esos partidos, pero que se les oiga y que puedan criticar a esos líderes que se creen intocables porque, desgraciadamente, lo son.
ESCRITO POR:
Licenciado en Filosofía y Letras (Filología Hispánica) por la Universidad Complutense, Profesor Agregado de Lengua y Literatura Españolas de Bachillerato, Profesor en el Instituto Isabel la Católica de Madrid y en la Escuela Europea de Luxemburgo y Jefe de Gabinete de la Presidenta del Senado y de la Comunidad de Madrid, ha publicado innumerables artículos en revistas y periódicos.
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