sábado, 17 de diciembre de 2022
Cartel de Navidad del Ayuntamiento de Madrid / Francesco Buongiorni, Ayto. de Madrid
Desde hace veinte siglos los cristianos celebran todos los años el nacimiento del Niño Jesús la noche del 24 al 25 de diciembre con una fiesta extraordinaria. Junto a la Pascua de Resurrección, la más importante de su calendario litúrgico.
Eso podría haber quedado en unas ceremonias y ritos, reservados únicamente a los fieles de la Iglesia que Jesús fundó en su paso por la tierra.
Pero desde el siglo IV, primero con Constantino y, sobre todo, con Teodosio, el cristianismo se incorporó, de una u otra forma, a las instituciones que van a regir el mundo occidental y así ha sido hasta nuestros días, o casi. Porque desde hace más o menos un siglo esa presencia institucional del cristianismo ha ido disminuyendo y, en algunos casos, desapareciendo.
Quizás el hito más significativo de ese proceso de desaparición del cristianismo de las instituciones sea la Ley de 1905 de la III República Francesa de Separación de las Iglesias y el Estado. Ahí se declara la radical laicidad de éste, que se desvinculaba así, formal y económicamente, de cualquier manifestación religiosa. En aquel entonces aquella separación se refería a las confesiones cristianas; otra cosa es ver cómo, en la actualidad, se aplica esa Ley y su espíritu a otras confesiones hoy pujantes, como la musulmana.
Además, desde los primeros siglos de nuestra Era, que no por casualidad se llama Cristiana, se fue produciendo un fenómeno aún más profundo e influyente que la cristianización de las instituciones de poder: la incorporación de la «Weltanschauung» cristiana al núcleo del pensamiento occidental y, consiguientemente, a sus concepciones morales. Basta citar el nombre de San Agustín para comprender hasta qué punto se produjo esa fusión de lo cristiano con la filosofía clásica.
De manera que, aunque los Estados se declaren cada vez más laicos, el sustrato ideológico en el que viven y piensan sus ciudadanos está tan impregnado de cristianismo, como lo está del respeto al pensamiento racional, heredado de los griegos, y del reconocimiento de la Ley como norma de organización social, que debemos al Derecho Romano.
Por no hablar de hasta qué punto los ciudadanos, a la hora de articular sus ansias de trascendencia, acaban, de una u otra forma, recurriendo a sus tradiciones milenarias, que son siempre cristianas. De ahí que todos los occidentales, creyentes y no creyentes, acaben celebrando la Navidad, que es la fiesta de la alegría de los cristianos por el nacimiento de Jesús.
Es verdad que la esencia religiosa de esta fiesta se ve empañada, desde hace mucho, por elementos ajenos, como pueden ser los comerciales. Pero en algunos países, como ahora en España, se multiplican los esfuerzos de algunos políticos por paganizar la Navidad. De ahí, por ejemplo, que eviten la palabra en sus felicitaciones o que hagan referencia a la «fiesta del solsticio de invierno» o que supriman cualquier manifestación iconográfica en la que aparezca el Niño Jesús, que, lo quieran o no, es el auténtico protagonista de la Fiesta.
Se comprende perfectamente a todos los ciudadanos que no son religiosos y que no creen en la divinidad de Jesucristo. Pero no creer en la divinidad de Jesucristo no quiere decir que no se festeje su nacimiento, como lleva haciéndose en Occidente desde hace dos mil años. Entre otras razones porque nuestra civilización y nuestra cultura no se entienden sin la aportación de Jesucristo y del cristianismo. Así de claro.
Les guste o no les guste a los militantes del laicismo fundamentalista, hay una serie de valores fundamentales de nuestra cultura, nuestra filosofía y nuestra moral que son herencia cristiana. Como el reconocimiento de la dignidad esencial de todas las personas, porque, desde Cristo, todas las personas tienen una dignidad que nada ni nadie puede arrebatársela. O como la consideración de que todos los hombres somos iguales en dignidad y derechos. O como la introducción de la compasión y el amor al prójimo, como valor moral absoluto.
La celebración de la Navidad es un buen momento para, en primer lugar, recordar esos valores trascendentales que el cristianismo ha traído al mundo y, después, para desearnos todos, los unos a los otros, lo mejor en el año próximo. Feliz Navidad.
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