martes, 26 de diciembre de 2023
Escultura homenaje a Miguel de Unamuno en Salamanca | Fran Villena (Flickr)
Dicen que Unamuno dijo alguna vez que «las oposiciones son la segunda fiesta nacional de España». Si sabemos que hacia la primera, los toros, tuvo siempre una actitud crítica -aunque eso sí, inteligente-, al calificar de esta manera a las oposiciones es evidente que también hacia éstas quería mantener una posición no muy favorable.
De oposiciones Don Miguel sabía un montón. Firmó bastantes, se presentó a unas cuantas: a cátedra de Instituto de Bilbao, de Metafísica en la Universidad de Valladolid, de Vascuence en la Diputación de Vizcaya, de Cronista y Archivero del Señorío de Vizcaya, también de la Diputación vizcaína, y de Griego en la Universidad de Salamanca. Suspendió cuatro hasta que ganó la salmantina.
La frase de Unamuno ha sido utilizada muchas veces como argumento en contra del método tradicional que la administración del Estado ha utilizado para comprobar si los aspirantes a ser funcionarios del Estado tienen «el mérito y la capacidad» necesarios para el ejercicio de sus funciones. Las oposiciones libres y públicas fueron, desde el final del siglo XIX, la forma de seleccionar a los mejores entre los aspirantes a alcanzar esa condición de funcionario.
Siempre se ha criticado este procedimiento con diferentes argumentos: que el aspirante con buena memoria, aunque no fuera el mejor, tenía ventajas porque le resultaba más fácil aprenderse los temas del programa que se exigía; que se primaba la teoría sobre la práctica, de manera que podía aprobar un empollón que luego fuera un inútil a la hora de llevar a cabo sus funciones; o que un opositor el día del examen podía tener un mal día y, a pesar de ser claramente apto, no dar la talla el día D a la hora H.
Y sí, probablemente el de las oposiciones no es un sistema ni infalible ni perfecto, pero la experiencia ha demostrado hasta la saciedad que los procedimientos que se han arbitrado para sustituirlas han resultado al final mucho peores, sobre todo, cuando se elimina la publicidad de los ejercicios.
Esa publicidad hacía que los exámenes, siempre orales, tenían que hacerse en audiencia pública, es decir, que a ellos podía asistir cualquier ciudadano que quisiera, empezando, claro está, por los rivales que optaban al mismo puesto que el interviniente. Eso era una vacuna bastante eficaz contra los posibles enchufes y tratos de favor por parte de los miembros del tribunal hacia alguno de los opositores, porque eran muchos los testigos de cada intervención, que también la juzgaban.
Probablemente esa publicidad es lo que le llevó a Unamuno a llamar a las oposiciones la segunda fiesta nacional de España, porque iba allí el público, como va a los toros, con el espíritu crítico aguzado, dispuesto a aplaudir, pero también a silbar a los toreros y a los opositores. Hasta no hace tanto en la prensa salían cada día las convocatorias y los resultados de los ejercicios, sobre todo de las oposiciones a los altos cuerpos del Estado.
Al terminar, los tribunales ordenaban a los aprobados por orden de las calificaciones que habían obtenido, de manera que se sabía siempre quién había sido el número uno de cada promoción y qué puesto había alcanzado cada uno de los aprobados. Esto daba lugar a los escalafones, que ordenaban a los funcionarios, primero por su antigüedad y después por el número que habían obtenido en sus oposiciones. De manera que, cuando quedaba libre una plaza y salía a concurso, se le adjudicaba de oficio al que ocupaba el mejor puesto en el escalafón de entre todos los pretendientes. Lo mismo podía ser la cátedra de Termodinámica de la Complutense para los catedráticos de esa materia que el Consulado de España en Casablanca para los diplomáticos.
Pero los escalafones han ido desapareciendo y, cada vez más, son los políticos los que colocan a dedo a sus protegidos, enchufados o fieles servidores de entre los funcionarios, pasando por delante de los que tienen más méritos y antigüedad. Con esta actuación de los políticos se está acabando con un cuarto poder que, en un Estado serio y democrático, es fundamental: el de una función pública independiente y basada en, como dice la Constitución Española, el mérito y la capacidad.
Piénsese por ejemplo, ahora que se debate sobre la composición del Consejo General del Poder Judicial, lo fácil que sería que sus miembros fueran los primeros del escalafón de Jueces y no, como ha ocurrido desde 1985, los que resultan de un cambalache de cromos entre los grandes partidos.
Así que hay razones más que suficientes para añorar las oposiciones, que tan poco le gustaban a Don Miguel, y los escalafones de funcionarios, en los que no metían sus sucias manos los políticos.
¡Ah! Y no se olvide que la convocatoria adelantada de las últimas generales paralizó el proyecto de Ley de la Función Pública que tenía preparado Frankenstein. Un proyecto que no tardarán en resucitar y que tiene, como todo lo que hace este gobierno, el objetivo de acabar con cualquier contrapeso que se oponga a su poder absoluto; y es evidente que una Administración Pública independiente es uno de esos contrapesos.
ESCRITO POR:
Licenciado en Filosofía y Letras (Filología Hispánica) por la Universidad Complutense, Profesor Agregado de Lengua y Literatura Españolas de Bachillerato, Profesor en el Instituto Isabel la Católica de Madrid y en la Escuela Europea de Luxemburgo y Jefe de Gabinete de la Presidenta del Senado y de la Comunidad de Madrid, ha publicado innumerables artículos en revistas y periódicos.
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