jueves, 3 de noviembre de 2022
Rishi Sunak en 2018 / Ministerio de Vivienda, Comunidades y Entidades Locales
En su libro «Why we get the wrong politicians» (que podría traducirse como «Por qué tenemos los políticos equivocados»), Isabel Hardman afirma que el hecho de que la composición del parlamento británico no refleje la diversidad de clases, de educación, de raza etc. de la sociedad del país, es una de las causas de la mala calidad de sus leyes. La verdad es que no puedo estar más en desacuerdo. Yo no quiero que los diputados del Congreso (mucho menos los miembros del Gobierno) sean reflejo de la diversidad de clases, educación, culturas etc. de España; no quiero cuotas. Lo que quiero es, sencillamente, que estén preparados y sepan rodearse de personas aún más preparadas. Me encantaría que los políticos españoles tuvieran la formación y experiencia del nuevo primer minstro británico Rishi Sunak, 42, que estudió secundaria en Winchester College (uno de los internados de mayor prestigio de Inglaterra); filosofía, política y economía en Oxford; y un máster en administración de empresas en la Universidad de Stanford. Y que antes de entrar en política trabajó más de diez años en el sector privado. No digo que ello sea garantía de éxito para él y el Reino Unido, pero sí que tendrá más posibilidades de hacerlo bien que, por ejemplo, alguien que se licenciara en ciencias económicas y empresariales sin pena ni gloria en un centro privado de El Escorial, apenas tuviera experiencia fuera de la política, u obtuviera un doctorado de la Universidad Camilo José Cela en apenas tres años (¿se recuperará alguna vez esa universidad del daño causado por el «apto cum laude» que le concedió a la tesis doctoral de Pedro Sánchez?). Pienso que las posibilidades de que esta segunda persona se rodee de mediocres e implante políticas inútiles es mucho más alta. Los ministros del actual gobierno son muestra de lo primero, y la política de mascarillas es ejemplo de lo segundo.
Porque el uso de las mascarillas sigue siendo obligatorio en España en los centros de salud y medios de transporte públicos, incluídos los aviones que tengan a España como destino u origen. No deja de ser curioso que uno pueda ir en un metro atestado al aeropuerto de Londres, hacer la cola para facturar el equipaje, estar apelotonado en la pasarela de embarque pero, eso sí, tenga que ponerse la mascarilla para entrar en el avión con destino a España mientras el comandante explica por los altavoces del avión que el aire de la cabina de pasajeros se filtra y renueva completamente cada dos minutos. Y quien dice Londres, dice Milán, Berlín o Lisboa. El gobierno español es el único de Occidente que sigue obligando a utilizar mascarillas en los aviones. Y a juzgar por la preparación de nuestro presidente y sus ministros, dudo que seamos los únicos que acertamos con la decisión.
Faltan menos de tres semanas para que comience el Mundial de fútbol en Catar. Las competiciones entre naciones, como los mundiales de fútbol o los Juegos Olímpicos, son los eventos deportivos que más me gusta ver. Quizá porque parecen menos mercantilizados que los torneos de clubes y, por ello, más impregnados del espíritu romántico del deporte. Pero la decisión de conceder a Catar la organización del Mundial me hizo ver que, la FIFA al menos, es en realidad también una empresa que busca maximizar su beneficio. No digo que no sea legítimo, pero en mi caso saber esto le resta atractivo al Mundial, sobre todo si a esa decisión se unen las sospechas de corrupción, las informaciones sobre condiciones de semi-esclavitud de muchas de las personas extranjeras que trabajaban en la construcción de los estadios en Catar o la falta de libertad en el país. Por eso he decidido no ver ningún partido de este Mundial.
Creo que no me supondrá mucho esfuerzo (no tener televisión en casa ayuda) y hasta estoy saboreando ya las al menos seis horas que podré dedicar a otras cosas. Además, aunque la ideología de género vaya camino de destruir las disciplinas femeninas, «siempre nos quedará París» – y sus Olimpiadas de 2024.
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