viernes, 9 de diciembre de 2022
Quiosco de prensa en inglés / Hatice Yardim (Unsplash)
Suscribirme a The Economist fue una de las primeras cosas que hice cuando terminé la carrera y empecé a trabajar. En la Universidad nos hablaron de la importancia de, en un mundo cada vez más interdependiente, estar al día no sólo de la actualidad española, sino también de la internacional; y leer The Economist parecía una buena forma de hacerlo.
Cada número comenzaba con dos páginas de repaso casi telegráfico de las principales noticias de todo el mundo, y luego traía 40 o 50 artículos de actualidad, muchos de ellos muy interesantes, agrupados también por regiones geográficas. Como cabía esperar en una revista británica, Reino Unido y Estados Unidos tenían cada uno su propia sección. Creo que ahora también la tiene China. Cada ejemplar terminaba con unas magníficas tablas-resumen de datos económicos. Me gustaba leerla porque, además de transmitir una fina ironía típicamente inglesa, la revista estaba (seguramente lo siga estando) muy bien escrita. Recuerdo incluso llegar a comprarme su «Guía de estilo», y creo que fue de The Economist de donde cogí el gusto por el estilo directo que ahora tratamos de utilizar en La Occidental.
Ser lector (incluso mero comprador) de The Economist parecía, además, otorgar un cierto estatus. Durante una época en la que estuve viajando a Londres todos los lunes a primera hora, me gustaba llevar mi ejemplar de la revista bajo el brazo. Hasta el punto de que, si la revista no había llegado a casa a tiempo el fin de semana para poder llevármela en el vuelo, me compraba otro ejemplar en el aeropuerto. Y dejaba que asomara la cabecera por el lateral del maletín. Yo, recién licenciado, pensaba que leer The Economist me acercaba de alguna forma a mis compañeros de vuelo, muchos de ellos altos ejecutivos de la City londinense, que yo daba por seguro leerían también The Economist. Cosas de la edad.
La suscripción dejó de tener sentido cuando la entrega se retrasaba tanto que llegaba a casa casi a la vez que ya estaba el número siguiente disponible en Internet: perdía mucha gracia leer el fin de semana algo que tenía la fecha del sábado anterior, más aún cuando en el quiosco sí estaba disponible el número nuevo. Pero si ese retraso en la entrega fue lo que me llevó a cancelar la suscripción, el motivo de que dejara de leer la revista fue un artículo acerca de España. No recuerdo el contenido, pero sí que era en la época de Zapatero y que el artículo me pareció obscenamente sesgado. Entonces me entraron las dudas: «¿Puedo fiarme de lo que escriba The Economist acerca de otros países, sabiendo que lo que escriben sobre España es tan tendencioso y tan equivocado?». La política que tiene The Economist de no firmar los artículos «porque lo escrito es más importante que quién lo escribe» tampoco ayudaba a discriminar por autor. Así que en ese momento The Economist al completo dejó de ser para mí un medio fiable, y no he vuelto a comprar un ejemplar.
Esta memoria de hace casi 15 años me vino de nuevo a la cabeza esta semana, cuando un amigo me reenvió un artículo de The Economist titulado algo así como «Injustificadamente tristes: Los españoles se quejan demasiado de la política. Lo cierto es que España va bastante bien» –«Unreasonably blue: The Spanish are too grumpy about their politics. Things are actually going quite well»–, en el que se venía a decir que, como en España hace buen tiempo, las ciudades son agradables, y los lazos familiares y de amistad son fuertes, no nos podemos quejar de los problemas políticos. Lo más curioso es que luego el artículo sí mencionaba la necesidad del gobierno de Pedro Sánchez de hacer concesiones a los partidos separatistas del País Vasco y Cataluña, la intención de eliminar el delito de sedición, la excarcelación de violadores como consecuencia de la ley del «sí es sí»… pero se ve que, por algún motivo, The Economist (hay que decir The Economist, porque el artículo no va firmado) piensa que eso no es para tanto. Y no hacen referencia al paro, ni a la falta de separación de poderes, ni la anticonstitucionalidad de varios de los reales decretos de los que tanto han tirado PSOE y Unidas Podemos para gobernar estos años. Cuando el artículo se refiere a datos económicos como la alta inflación, la caída del PIB o del déficit público, lo hace sólo para decir que «otros están peor».
Dice The Economist acerca de su política de anonimato respecto de los autores de sus artículos que «permite que muchos autores hablen con una única voz». Así es difícil saber si el artículo refleja la condescendencia, ignorancia, estupidez o maldad de su autor. Pero lo que sí sé es que, de momento, seguiré sin leer a esa «única voz» de The Economist.
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