jueves, 11 de mayo de 2023
Fuente de la Cibeles en Madrid, con el carro de la diosa Cibele tirado por Atalanta e Hipómenes / Raúl Hernández González (flickr)
En la entrega anterior de estas reflexiones apologético-nutritivas sobre el estudio del latín entre los jóvenes españoles aludía, a modo de aperitivo, a las razones evidentes que sustentaban la necesidad de tener al menos unos rudimentos de la lengua latina con el objetivo de reforzar la articulación lingüística y el enriquecimiento léxico de la propia lengua. Estos son los argumentos más inmediatos por los que se defiende, no sólo en los países de lenguas romances, sino en toda la Europa civilizada, que el latín tenga una presencia suficiente en la formación de los jóvenes que vayan a afrontar estudios superiores. Ninguna de las lenguas ha llegado a la mayoría de edad, por así decirlo, sin haber pasado necesariamente por la inmersión salutífera de la latinidad.
Ahora bien, como dijo Unamuno, la lengua es la sangre del espíritu y sólo por ella se incorporan los nutrientes al alma del individuo. Si prescindimos del latín en la formación de las generaciones venideras nuestro cuerpo social se verá aquejado de una anemia de la que difícilmente se podrá recuperar. Tengo para mí que quizá sea esa la razón íntima de todos estos movimientos pedagógicos, ideológicamente lastrados, que han ido paulatinamente arrinconando al latín en los planes de estudios. Se diría que los supuestos responsables de guiar la educación en España albergaban en lo profundo de su corazón un anhelo utópico de crear una sociedad nueva, sin herencia genética, desligada de todo el pasado, que se antojaría una carga insufrible, una dieta nociva. Pero despojar a un pueblo de su herencia es tanto como privarle de lo que le pertenece, porque perteneció a sus padres y a todos los antepasados de la nación que le identifica. Y el latín con todo su acervo intelectual es parte sustantiva de esa herencia y de esa identidad.
El legado de Roma tiene, como toda herencia, una parte sentimental, otra decorativa y la que de verdad permite que la hacienda paterna tenga frutos y permanezca. Decorar con una figura de Neptuno o de la diosa Cibeles (‘Cíbele’ se debería decir, pero eso no es demasiado importante), oronda en su carro tirado por Atalanta e Hipómenes, es toda una afirmación y tiene un fuerte contenido simbólico, pero no deja de ser secundario. Llamar a un órgano legislativo ‘Senado’ también es un manifiesto de pertenencia, pero asimismo pintoresco, porque no afecta a la esencia de lo que se hace allí dentro. Igual que construir el edificio que alberga el Parlamento con unos aires de templo corintio es un acto de respeto a la tradición, pero también decorativo.
En cambio, traducir el prefacio de la Conjuración de Catilina y entender por qué la historia sirve al hombre para distinguirse de las bestias y cómo precisamente dedicarse a escribir sobre los hechos ocurridos es un acto de servicio a la humanidad, similar al de realizar hazañas dignas de ser contadas, eso es una parte sustantiva del legado clásico. Lo mismo que lo es leer y traducir los discursos de Cicerón relacionados con esos mismos hechos. Pues, en ese trabajo complejo de abstracción y reflexión se entra en el meollo del razonamiento objetivo y el análisis de la realidad en términos racionales. El respeto por los hechos, la abnegada aceptación de la realidad es el legado más importante que nos ha dejado Roma. Y el latín, esa lengua de campesinos, como la llamó un relevante filólogo francés, alimenta y mantiene vivo, como la sangre a un organismo, el espíritu que ha forjado Occidente y España como una de sus partes más significativas.
El designio de toda esa ideología pedagógica que se dice moderna es crear un hombre nuevo, para así formar una sociedad ideal igualitaria. Como eso es un designio llamado al fracaso, porque la realidad es tozuda, intentan por todos los medios eliminar todo aquello que pueda poner en tela de juicio su utópica misión. Ese plato no lo pueden digerir y lo quieren quitar del menú. Han disimulado su objetivo último diciendo hipócritamente que deseaban enriquecer la enseñanza de la ‘Cultura Clásica’ rellenando los programas, cada vez más reducidos en horas, con la parte decorativa del legado romano.
Hemos vivido una explosión de novela histórica, de cine de romanos, de excavaciones por doquier. El pintoresco mundo material de la Antigüedad ha servido de espectáculo y de distracción del verdadero legado digno de estudio. Ese legado, consistente en unos geniales textos salidos de la pluma y el magín de grandes pensadores, lo han arrumbado como cosa rancia, pasada de moda, producto de unos cuantos varones blancos esclavistas; en definitiva, un montón de trastos viejos incapaces de decorar el nuevo mundo feliz de los vendedores de esa trinidad siniestra de la diversidad, inclusión y equidad.
En cambio, lo que hace valioso el estudio del latín, la parte más productiva de esa herencia que nos quieren quitar es precisamente el hecho de que la lectura, traducción y estudio de las increíbles palabras de César, Cicerón, Livio, Virgilio, Horacio, Lucrecio, Catulo, Ovidio nos permite ser más humanos y reconocernos en nuestra miseria y en nuestra grandeza.
Y esa riqueza se ha de mantener por medio de la transmisión a mentes capaces de atesorarla si no queremos quedarnos en la indigencia moral, material e intelectual a la que nos quiere abocar la única lengua muerta, la de los de políticos y mercachifles.
ESCRITO POR:
Catedrático de Bachillerato de Latín por oposición libre desde 1983 y ha sido profesore de Latín y Griego en Institutos públicos de distintas localidades de España
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