¿Qué pintan los intelectuales en la España de hoy?

domingo, 20 de agosto de 2023

Portada de El Sol del 15 de noviembre de 1930 (detalle) | Biblioteca Nacional de España



El sábado 15 de noviembre de 1930, El Sol, ese periódico que había creado en 1917 Nicolás María de Urgoiti con el apoyo y el aliento de José Ortega y Gasset para ser el órgano de los liberales ilustrados españoles, publicó en su primera página un largo artículo del propio Ortega titulado «El error Berenguer» en el que, después de criticar acerbamente los siete años de dictadura que llevaba España, terminaba con una tajante frase en latín: Delenda est Monarchia (copia de la que pronunció Catón el Viejo en el siglo II a. C.: Delenda est Carthago — «hay que borrar del mapa a Cartago»—). Es decir, el filósofo español concluía su análisis con un imperativo ineludible: había que borrar a la monarquía del horizonte institucional de España. Para colocar mejor en su contexto el anatema con el que termina aquel artículo, que se va a hacer famoso, puede ser útil conocer las exclamaciones que lo preceden: «¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo!». No podía estar más claro para Ortega: la única posibilidad de reconstruir el Estado, que la dictadura había destrozado en su esencia, era prescindir de la monarquía.

Seis meses justos después de aquel llamamiento del catedrático de Metafísica de la Universidad Central, el rey Alfonso XIII abandonaba España y quedaba proclamada la II República.

Recordemos otra fecha, el 10 de febrero de 1931. En ese mismo periódico se publicaba, firmado por Gregorio Marañón, Ramón Pérez de Ayala y José Ortega y Gasset, un «Manifiesto dirigido a los intelectuales» en el que, después de analizar de manera similar a la que había usado Ortega en su anterior artículo, pedían «movilizar a todos los españoles de oficio intelectual para que formen un copioso contingente de propagandistas y defensores de la República española». Creaban así la Agrupación al servicio de la República.

Apenas dos meses después de ese llamamiento, hecho por un prestigioso médico de 43 años, un escritor ya consagrado a sus 49, y un reconocido filósofo de 47, en España había una república, tal y como ellos reclamaban.

Por todo esto no es de extrañar que, con cierta frecuencia, a esa fallida II República se la haya calificado como «república de intelectuales».

Entrar a definir con precisión y rigor el significado de la palabra «intelectual» podrían llevarnos a largas disquisiciones, que no vienen ahora al caso. Baste recordar que, desde los últimos años del siglo XIX se empezó a utilizar para calificar a escritores, periodistas, profesores, científicos o artistas que utilizan el prestigio social que han alcanzado gracias a sus éxitos en sus respectivas profesiones para opinar sobre asuntos de naturaleza estrictamente política y, así, dirigirse al conjunto de los ciudadanos con algún consejo o, incluso, como hemos visto con el imperativo que usaba Ortega, darles alguna orden acerca de su comportamiento cívico o político.

Se empezó a utilizar este término como consecuencia de aquel affaire Dreyfus que tanto conmocionó a la sociedad francesa. Y más exactamente, a raíz de la publicación del famoso «J’accuse», el artículo que escribió Émile Zola en 1898, y en el que, desde el prestigio y la visibilidad que le otorgaba el ser considerado, si no el mejor, uno de los mejores escritores franceses vivos entonces, criticaba de raíz todos los procedimientos que se habían usado para condenar a aquel capitán de origen judío. Ese artículo revolucionó la opinión pública de la República y constituyó el argumento decisivo para darle la vuelta al caso Dreyfus.

Zola demostró el poder que podían llegar a tener los intelectuales. Y Ortega y sus compañeros de aventura republicana demostraron también cumplidamente ese poder y esa influencia sobre las opiniones y las voluntades de los ciudadanos que los intelectuales tenían.

Desde que, a principios de los años veinte del siglo pasado, ese genio de la manipulación informativa que fue Willi Münzenberg se puso a las órdenes de Lenin para conseguir que los «intelectuales» occidentales miraran con simpatía el desarrollo del comunismo, hasta nuestros días, los manifiestos y proclamas de intelectuales «abajo firmantes» en favor de las políticas de la izquierda más o menos comunista —más bien más que menos— han sido frecuentes y constantes. Cuantificar la influencia que esos manifiestos y declaraciones han tenido para el posterior triunfo electoral —o no electoral— de esas izquierdas puede ser más complicado que la constatación del éxito que sí tuvieron Ortega y sus compañeros a la hora de traer la república a España en los años treinta, pero de lo que no cabe la menor duda es que, casi hasta nuestros días, decir «intelectual» en España y en los países occidentales, era decir «intelectual de izquierdas».

He dicho «casi» porque desde hace relativamente poco estamos contemplando cómo, ante el ascenso del nuevo comunismo, basado en la ideología woke, el modelo bolivariano y el odio a la derecha, son muchos, y de los mejores, los intelectuales que están utilizando su prestigio profesional y humano para levantar su voz contra esta nueva forma que está tomando el totalitarismo de raíz marxista-leninista. Que en España se presenta unida a las aspiraciones racistas y xenófobas de partidos secesionistas que, aunque parezca mentira, siempre han gozado del nihil obstat de la casta intelectual tradicional.

Lo acabamos de ver en las elecciones del pasado 23-J. Intelectuales del máximo prestigio en España como Fernando Savater, Félix de Azúa, Jon Juaristi, Andrés Trapiello, Arcadi Espada, Félix Ovejero, César Antonio Molina y hasta Luis Antonio de Villena, por citar sólo a los más conocidos, han levantado sus voces para avisar a los ciudadanos de que el voto a Sánchez y su Frankenstein era un voto contra la Constitución del 78, contra la convivencia pacífica de los españoles y en favor de la confrontación y de la disolución de la España que conocemos.

Y aquí sí que podemos cuantificar sus efectos: prácticamente nulos. Los españoles han votado Frankenstein, a pesar de lo que les decían las mentes más brillantes y lúcidas de nuestro país. Señal inequívoca y deprimente de que el prestigio del pensamiento en la España de hoy es inexistente.

Son tantas las señales de alarma que los resultados del 23-J han encendido, que ésta de la decadencia de la cultura y del pensamiento crítico en la sociedad española quizás no sea la más grave. Pero sí creo que lo es, porque es la evidencia de que más de cuarenta años de leyes educativas socialistas (los tímidos interludios de leyes del PP han sido irrelevantes), con la LOGSE y la LRU (Ley de Reforma Universitaria) en primer lugar, han logrado su objetivo: crear una sociedad donde se puede y se debe eludir y despreciar al que piensa. Y en la que los «creadores de opinión» ya no son los intelectuales, sino los raperos o los llamados influencers, y en la que escritores y pensadores como los citados están ya considerados como aburridas piezas de museo… arqueológico. Otra cosa sería si estos intelectuales contra corriente contaran con un fuerte aparato de propaganda. Pero desde Münzenberg también sabemos que «aparato de propaganda» es siempre «aparato de propaganda de la izquierda».

ESCRITO POR:

Licenciado en Filosofía y Letras (Filología Hispánica) por la Universidad Complutense, Profesor Agregado de Lengua y Literatura Españolas de Bachillerato, Profesor en el Instituto Isabel la Católica de Madrid y en la Escuela Europea de Luxemburgo y Jefe de Gabinete de la Presidenta del Senado y de la Comunidad de Madrid, ha publicado innumerables artículos en revistas y periódicos.