jueves, 19 de enero de 2023
Lady in blue / John Bastoen (flickr)
Desde hace algún tiempo vengo barruntando cierta idea acerca de mi salud mental. Y es que tengo la absoluta certeza de que se aloja en el lóbulo frontal de mi apreciado (por mí) cerebro algo parecido a un trombo, coágulo, tumor, quiste sebáceo o similar. Esto se lo atribuye mi perturbada mente al maltrato infligido en ella por el dichoso covid, que si no recuerdo mal he padecido ya en tres ocasiones. Pues bien, he averiguado, buceando en Internet (por todos sabido el lugar sin duda más apropiado para auto diagnosticarse terribles males y/o dolencias, digan lo que digan), que es precisamente allí, en el frontispicio de la sesera, donde se encuentra una función imprescindible para la pacífica convivencia humana: la inhibición. Y yo ésta, vaya, la he perdido por completo. De modo que, todo aquel que tiene la desgracia de coincidir conmigo en algún momento del día, verbi gratia, tomando una copa, un café o el menú del comedor de empleados del lugar donde trabajo, tiene que soportar el delirante discurso que de manera inmisericorde le suelto sin respirar, entre croqueta y croqueta.
Buenos consejeros que me rodean insisten en que lo que me ocurre es sencillamente que me hago mayor; y no lo dicen para insultarme, pues no lo atribuyen al consabido deterioro cognitivo que irremisiblemente acontece con la edad. No, lo que me aseguran es que con el transcurrir de los años te suele importar todo un pito y le dices a todo el mundo lo que te da la santa gana. Así, debe suponerse que, llegados a la temprana senectud y por arte de birlibirloque, vamos cual cínica palomita soltandole lo que pensamos a todo el que pasa, alusiones personales al interlocutor incluidas. Y entonces me pregunto yo, ¿será que me he convertido en una señora de verdad? Esto, he de confesarles, me hace cierta ilusión.
Ser una señora de verdad es como una patente de corso, un visado del capitán Renault; qué digo, es mucho más: es un indulto pedrosanchista que te da carta blanca para opinar sobre cualquier cosa sin que nadie se atreva a contradecirte, y sin que nadie te haya preguntado tu opinión, también. Es la libertad en estado puro… Una señora, la de verdad, la trasnochada, no come sino almuerza, nunca habla de su madre sino de mamá, no es racista porque tiene cinco negritos apadrinados en África y tampoco es homófoba porque tiene un amigo «mariquita». Es esa señora que se encuentra contigo en una boda, cóctel o la boite de moda, sujetando una copa de vino blanco y un pitillo (que no se pueda fumar es una norma para el resto, no para ella), te da un único y casto beso (no llega ni a rozarte con la mejilla) y te suelta como si fuera tu madre: «hija, hay que ver qué gorda te has puesto». El zasca es brutal, pero ella sonríe tanto que estás segura de haber escuchado mal.
Esta diosa de la verdad y de la grosería suele habitar en determinados barrios de Madrid, Bilbao o Sevilla (he tenido noticias de que en Barcelona queda aún algún ejemplar, pero sin duda allí siempre han supuesto un número poco significativo), suele tener campo, que no finca, la plancha es para ella un misterio indescifrable y acostumbra a menospreciar a todo aquel que es socialmente inferior, salvo a su mecánico (traduzco: chófer), al que adora, siendo dicho amor generalmente correspondido. Es ella, además, muy campechana y castiza, algo así como un torrezno chic.
Este adalid de la sinceridad, dechado de desconsideración, baluarte de feminismo de salón y ninfa privilegiada de noble abolengo (quizá de generaciones atrás, pero no importa, siempre queda un poso) es, sin lugar a dudas, una especie en peligro de extinción. Y les digo una cosa: es una pena, porque representa un faro imperturbable, un dique frente al tsunami de la corrección política. No se le ha vuelto a ver cohibida desde el día de su primera Comunión y se liberó por completo cuando dejó el colegio de monjas. Una sola palabra de esta señora deja en bragas a todo el movimiento woke, a todo soporífero pepito grillo posmoderno, recursi él.
Volviendo a mi problema, mis sabios consejeros aseguran que lo razonable sería acudir a un galeno al uso, un médico neurólogo, para que me haga no sé qué indagaciones científicas tipo trepanación en mi grácil mente, cobijo de mi elocuencia; pero yo, impertérrita, rechazo semejantes ofrecimientos. Prefiero seguir viendo la vida a través de tres ginebras mentales. No cedo por nada del mundo ni un milímetro mi libertad ganada, qué quieren que les diga.
Y como soy también ya una señora, en mi caso de nuevo cuño, la última vez que una de ellas me espetó un exabrupto acerca del tamaño de mi trasero, yo, muy altanera, le respondí: «Ay chica, sin gordas cómo os vais a sentir seguras las demás». Tal cual. Por supuesto acto seguido seguimos hablando de cualquier otra cosa poco trascendente, como la caída de la bolsa.
En fin, en cuanto a las señoras que siempre lo fueron sin necesidad de quiste cerebral, insisto y concluyo, es una lástima que la corrección política las acorrale, pues son, me parece, algunas de las pocas gotas de autenticidad que nos quedan alrededor y, por descontado, magníficamente maravillosas.
ESCRITO POR:
Profesora de Derecho civil. Licenciada y Doctora en Derecho cum laude por la Universidad de Murcia. Abogado. Escritora aficionada y kamikaze sin filtro.
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