miércoles, 28 de junio de 2023
Dibujo de una urna vacía / DALL-E, La Occidental
De un tiempo a esta parte observo una mayor presencia social del movimiento abstencionista. O abstencionario, como prefieren denominarse ellos mismos. Es una posición minoritaria que está presente en España desde que comenzó la democracia. Pero no sé si es que últimamente ha crecido o simplemente que yo me la encuentro más, especialmente en redes sociales.
No me refiero al mero hecho de no ir a votar, sino a la defensa de ejercer tal derecho por convicción. Digo “derecho” porque también yo critico la idea de que votar sea un deber. Yo mismo –sin ser abstencionario– no he votado en alguna convocatoria electoral por no encontrar ningún partido al que pudiera votar sin contrariar mi conciencia. Pero este movimiento, cuyo principal inspirador fue Antonio García-Trevijano y cuyo más destacado promotor hoy sea posiblemente el youtuber Rubén Gisbert, va más allá de considerarlo un derecho para defenderlo prácticamente como una obligación moral. Y por ahí no paso: no estoy dispuesto a aceptar que todo el que vota, vote lo que vote, es un inmoral.
No es este el lugar para exponer las razones por las que los «trevijaners» (como son denominados con frecuencia en las redes) defienden que la única opción moral en cualquier convocatoria electoral en España es no ir a votar. Cualquiera puede entrar en el canal de Youtube de Gisbert, por ejemplo, y encontrar su exposición. Y es innegable que en su argumentario se pueden encontrar razones de cierto peso para sostener que la democracia española es imperfecta (¿alguna es perfecta?) e incluso que contiene graves fallos.
El sistema político que proponía Trevijano es una República constitucional basada en la separación de los poderes políticos —separación en origen entre el poder ejecutivo y el poder legislativo, mediante elecciones independientes entre sí—, en la representación política de los gobernados y en la independencia del poder judicial, como forma de Estado capaz de garantizar la democracia representativa.
La tesis principal de este movimiento es que no se hicieron las cosas bien en la transición y ello derivó en una partitocracia en la que son los partidos los que eligen a los representantes de los ciudadanos, que luego tan solo son refrendados en diversos porcentajes por los votos de los electores. Defienden el «diputado de distrito» (o similar), de modo que en cada circunscripción se votaran personas y no partidos, y el escaño se lo llevara en cada caso el candidato más votado, como en el Reino Unido. Es decir, son contrarios a un sistema de representación proporcional.
En su propuesta, las zonas o distritos serían de menor tamaño y, por tanto, más numerosas las circunscripciones (actualmente son las provincias). El resultado sería un Congreso formado en un porcentaje altísimo por diputados de los dos principales partidos, y posiblemente en una proporción muy diferente a los porcentajes totales de voto. Pudiera ser, por ejemplo, que en número de diputados el partido A hubiera ganado por la mínima al partido B, aunque las victorias del partido B hubieran sido por goleada y las del partido A por muy pocos votos. Además, los demás candidatos de otros partidos podrían quedarse sin representación aun teniendo un 20% o más de votos a nivel nacional. ¿Es eso más justo y democrático? Yo no estoy de acuerdo. Y creo que habrá muchos ciudadanos que tampoco lo estén. ¿Habría que hacerlo así porque a los trevijaners les parece más democrático? Tampoco lo creo.
Otro de sus temas recurrentes es la cuestión de la división de poderes. Tal principio es prácticamente esencial para garantizar una democracia evitando abusos de poder que, en caso contrario, serían difíciles de controlar (aunque alguna de las concepciones de la democracia no defiende dicho principio por considerar que el poder del pueblo no se divide…). Y es cierto que la división de poderes en España es muy tenue. El poder ejecutivo es nombrado por el legislativo y el control parlamentario al Gobierno es relativo, pues éste tiene la mayoría parlamentaria (lo que también sucede, por cierto, en los admirados Estados Unidos cuando el mismo partido gana ambas elecciones). Después, el poder legislativo elige también al poder judicial en su mayoría, reproduciendo la mayoría obtenida en el Parlamento. Gisbert dice que eso no lo va a querer cambiar ningún partido porque a unos y otros les interesa tener ese poder cuando están en el Gobierno. Y se remite a los hechos: ni PP ni PSOE lo han cambiado cuando han gobernado, incluso con mayorías absolutas. De hecho, fue el PSOE quien estableció ese sistema con su mayoría absoluta de 1982, la de ese Felipe González que tanto le gusta al dirigente Popular actual. Pero que ningún otro partido vaya a reformar eso —aunque lo lleve en su programa, como es el caso de Vox— está todavía por ver.
Y, por último, quizá lo más importante: ¿cómo piensan que se podrían cambiar esas –u otras– deficiencias? ¿Con mayor abstención? ¿Y por qué eso iba a cambiar algo? Si consiguieran una abstención de en torno a un 60%, que ya es decir, ¿qué efecto tendría? Los políticos entonarían un mea culpa por esa desafección ciudadana, un propósito de enmienda (sincero o hipócrita), y aquí paz y después gloria.
En definitiva, una de dos: o das un golpe de Estado (que no parece ser su propuesta), o intentas introducir esos cambios desde dentro del sistema, bien apoyando a un partido con mayores visos de defender algunos de esos puntos programáticos para mejorar la democracia, o bien presentando un programa de reforma con un nuevo partido. Pero una suerte de «pues ahora no respiro» no parece que sea muy eficaz.
ESCRITO POR:
Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense (Premio Extraordinario) y Master en Bioética por la Universidad Rey Juan Carlos. Autor, entre otros escritos, de «Obligación y consecuencialismo en los “moralistas británicos”» y «Socio-política del hecho religioso». Es Profesor de Filosofía
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