Un árbol crece en Brooklyn, de Betty Smith

martes, 26 de diciembre de 2023

James Dunn y Peggy Ann Garner en Lazos humanos (1945) | Twentieth Century Fox



Ganar corazones para la literatura (III)

Verano de 1912. Williamsburg, un suburbio del barrio neoyorkino de Brooklyn. El árbol, el único árbol solitario que está ahí, el que es capaz de brotar y crecer entre las grietas del cemento, acompaña a los humildes habitantes de ese lugar. Un territorio donde cada día se lucha sin descanso y sin desmayo para salir adelante, para sobrevivir, precisamente, como hace ese mismo árbol solitario. Las palabras con las que la autora norteamericana Betty Smith abre la novela, publicada en 1943 y titulada Un árbol crece en Brooklyn (A Tree Grows in Brooklyn), pretenden ser un excelente anticipo de lo que va a ser el desarrollo de la obra: «Un árbol crece en Brooklyn. Algunos lo llaman el árbol del Cielo. Caiga donde caiga su semilla, de ella surge un árbol que lucha por alcanzar el cielo. Crece en solares delimitados por tablas entre montones de basura abandonada. Es el único árbol que crece en el cemento. Crece exuberante… sobrevive sin sol, sin agua, hasta sin tierra, en apariencia. Podríamos decir que es bello, sino fuera porque hay tantos de su misma especie». Arranque que se corresponde con las que son prácticamente las últimas palabras de la novela: «Aquel árbol del patio que los hombres maltrataban, aquel árbol alrededor del cual habían prendido fogatas para quemar su tocón, aquel árbol aún sobrevivía. ¡Vivía! Y no había nada que pudiese destruirlo». De modo que estamos ante lo que podríamos llamar una novela de estructura circular, pues comienza y termina con la misma idea que se ejemplifica con ese árbol solitario: a pesar de la miseria, de la falta de horizontes y de posibilidades, de la dureza agotadora de la lucha cotidiana para subsistir, pese a todo ello, la vida siempre sale adelante, siempre consigue abrirse camino si se le pone tesón, empeño y esfuerzo. Es verdad que lo hace con mucho sacrificio y dolor, pero la autora de la novela quiere que no olvidemos algo bien importante: nunca nada ni nadie pueden acabar con una voluntad férrea, con un empeño irreductible por sobrevivir.

La obra la protagoniza, fundamentalmente, la familia Nolan: Johnny (el padre), Katie (la madre) y sus hijos Francie y Neely, aunque no se debe dejar a un lado a personajes tales como la inconsciente, libre y dulce tía Sissy, hermana de Katie y contrapunto de ella.

El peso del relato cae sobre Francie, a cuyo crecimiento físico y moral asistiremos, pues al comienzo de la obra Francie es una niña de once años y al final ya la vemos hecha una joven de diecisiete años. Recorremos, pues, con ella el camino que va de la niñez al final de la adolescencia en una zona especialmente humilde de Brooklyn, donde cada minuto se lucha por sobrevivir en un mundo no pocas veces hostil. De hecho, Francie es una verdadera superviviente.

De modo que Betty Smith echa mano para construir su novela de dos motivos literarios: el de la novela de aprendizaje, del que ya tuvimos ocasión de hablar cuando nos ocupamos de La comedia humana, de William Saroyan; y el de «la flor en el fango», es decir, el motivo que nos presenta a un protagonista, normalmente femenino, que en un entorno duro es capaz de salir adelante. En este caso concreto, se trataría de una muchacha inteligente y hermosa que vive rodeada de miseria, brutalidad e inmundicia. Por cierto, cuando Elia Kazan dirigió una película basada en esta novela en 1945, que en España se estrenó con el título de Lazos humanos, el papel de Francie lo encarnó la joven actriz Peggy Ann Garner, que recibió el Premio Juvenil de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de Hollywood, el llamado Óscar Juvenil, por su interpretación de la joven Nolan.

Sea como fuere, otro punto importantísimo, a mi modo de ver, en la obra que nos ocupa es el amor irrefrenable de Francie por los libros, hasta el extremo de que su amor por la lectura va más allá, transcendiendo ese amor a una pasión por la belleza. Lo fundamental es que esa pasión funciona a modo de refugio salvífico que protege a la protagonista, por ejemplo, frente al llanto desgarrado y sigiloso de su madre o ante la vergüenza y el dolor que siente al ver cómo su padre, al que adora, regresa ebrio a casa. De manera que la literatura, la imaginación creadora y la belleza son para Francie la salvación, el antídoto contra la sordidez del entorno en el que se mueve. Gracias a ellas puede tolerar el mundo que le ha tocado vivir.

A mi modo de ver, uno de los fragmentos más memorables de esta novela es aquel en el que la joven, que está ya a punto de salir de ese vaivén emocional que es la adolescencia, enumera con una asombrosa lucidez aquellas cosas que, según ella, verdaderamente nos hacen felices: «La gente siempre cree que la felicidad es algo que se pierde en la distancia —pensó Francie—, una cosa complicada y difícil de conseguir. Sin embargo, ¡qué pequeñas son las cosas que contribuyen a ella! Un lugar para refugiarse cuando llueve, una taza de café fuerte cuando una está abatida, un cigarrillo que alegre a los hombres, un libro para leer cuando una se encuentra sola, estar con alguien que se ama. Éstas son las cosas que hacen la felicidad». No es necesario atesorar muchas lecturas para observar que Francie está recorriendo con estas palabras la misma senda de todos aquellos pensadores, de todos aquellos escritores que, con mayor o menor coherencia, han propuesto acogerse para alcanzar la felicidad a un modo de vida basado en el abandono de las riquezas materiales para habitar un mundo personal sostenido por las pequeñas cosas, los sencillos momentos que son los que verdaderamente nos hacen felices.

Otro de los puntos fuertes de Un árbol crece en Brooklyn es la evolución de Katie, la madre de Francie. El lector no asiste directamente a este proceso, sino que Betty Smith se sirve para ello del recurso de la analepsis o flashback. Cuando la novela comienza, Katie tiene 29 años y lleva 11 casada con Johnny. De rebosar alegría y gracia —según se nos cuenta al retroceder la autora en el tiempo de la narración— Katie pasa a vivir con una coraza forjada en un acero invisible. Lo cierto es que la vida ha sido muy cruel con ella hasta el punto —y es tremendo lo que reconoce— de que «Trabajo tanto [para sacar adelante a su familia] que a veces me olvido de que soy mujer».

He dicho al comienzo de esta breve reseña que cabe hablar de una estructura circular: la novela comienza y acaba con ese árbol que es imagen y símbolo de la capacidad de resistencia y del triunfo de la voluntad. Cierto. Pero creo que todavía más interesante y valioso es el hecho de que la escritora norteamericana nos presente hacia el final de la novela la estampa de una niña de diez años, Florry Wendy, que al igual que hacía Francie, está sentada en una escalera de incendios, con un libro en su regazo y un paquete de caramelos al alcance de las manos. Y pienso que Betty Smith nos regala esa hermosa imagen para decirnos que mientras que haya en nuestro mundo personas como Francie o Florry capaces de suspender su relación con la realidad que les rodea para adentrarse en el ámbito de la imaginación, para vivir vicariamente otras vidas, para gozar con las aventuras de los personajes novelescos, mientras esto suceda, cada día habrá un poco de esperanza en el mundo en el que vivimos a pesar de sus miserias, sus sufrimientos, sus injusticias, sus horrores.

ESCRITO POR:

Francisco de Asís Florit Durán es Catedrático de Literatura Española en la Universidad de Murcia