domingo, 28 de enero de 2024
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Suena en mi cabeza la canción A perfect day de Lou Reed. Es la primera canción que, después del tradicional vals, bailé con mi marido el día de mi boda. Pese a lo que muchos piensan es una canción de amor maravillosa.
Sí, Lou se la dedicó a la heroína, su droga favorita. Sí, tal vez no sea este el amor perfecto al que todos aspiramos.
Yo tengo la osadía de cambiar el sentido de la letra y adjudicarme todo ese amor y ese día perfecto que canta Reed a mi vida, porque si algo bueno tiene la música, y el arte en general, es que podemos personificarlo, es decir, hacerlo nuestro. Darle en cada ocasión un nuevo sentido, conforme a lo que nos trasmite en ese momento.
No sé porqué les cuento esto estando el mundo como está; cesiones a la derecha catalana que ponen más distancia entre españoles, listas de hombres y mujeres poderosos que visitaban con más o menos frecuencia la Isla de Epstein, el hartazgo de los granjeros y agricultores alemanes ante la retirada de ayudas a su sector –por cierto, qué amables son los agricultores en sus protestas: nos regalaron patatas a todos los vehículos a los que nos pilló por sorpresa su paro–, retirada del libro del cardenal Víctor Manuel Fernández, prefecto para la Doctrina de la Fe… Pareciera que el mal está desbocado. Ante tanto mal, ponga yo un granito de amor: les regalo una receta para el día perfecto.
Mi día perfecto hoy no es beber sangría en el parque hasta que oscurezca, ni dar de comer a los animales. Ni siquiera es no tener problemas, como el día que narraba Reed en esa canción de mi banda sonora.
Mi día perfecto es lograr hacer bien todas las tareas del día, meterme en la cama y saber que no echo nada en falta.
La vida es rutina. Cada día, con pequeñas variaciones, el común de los mortales repetimos los mismos actos una y otra vez. Las rutinas llenan nuestras horas, nuestros días. La clave está en vivir la pausa, lejos de la prisa. El gran lujo de hoy es vivir con salud y sin prisas.
Cuando dejo que la prisa de adueñe, acaba arruinándolo todo: el humor, el ánimo y el resto del día. Esa es la verdadera pobreza de nuestro tiempo: el exceso de prisas, la falta de tiempo, la vida sin pausa. Las prisas nos hacen tener una larga lista de tareas pendientes, de vivencias sin sal, de añoranzas y faltas. Las prisas nos roban el tiempo y ese es el mayor de los desasosiegos, saber que no tienes tiempo para todo lo que quieres hacer. Por eso son importantes los rituales.
Desde que me levanto hasta que me acuesto todo tiene un sentido y, o bien rutina, o bien ritual, cada acto tiene un valor en sí mismo que al final del día hace que el todo haya merecido la pena.
Las rutinas, esas que uno hace mecánicamente, sin pensar, sin esperar a que apetezca, sin demasiada historia alrededor, son necesarias porque nos organizan, priorizan. Levantarse es la peor de las rutinas, porque nunca apetece. A mi, ¡jamás!
La vida sin pequeños rituales llevaría a cualquiera a la depresión más absoluta. ¿Se imaginan su día a día sin esas perlas de amor a uno mismo que de forma gratuita podemos darnos y mejoran ostensiblemente nuestro día? Esas perlas son los rituales. Esos pequeños actos que hacemos con cariño o plenamente conscientes de ellos o con un especial cuidado. Además, cuando llenamos el día de rituales, ellos nos devuelven ese amor, esa consciencia, ese cuidado alegrándonos el día, haciéndolo algo más perfecto. Me explico.
En mi caso, hacer la cama es un ritual; me gusta hacerla con cuidado, estirando bien todas las sábanas, aireándolas, ahuecando almohadas y almohadones, remetiendo bien las sábanas. A veces incluso la perfumo con aromas. Me chifla saber que cuando vuelva a ella cansada y dispuesta a recuperar la energía que he ido dejando desperdigada por el campo alemán en el que vivo, sus sábanas me van a arropar con la firmeza que necesito, haciéndome sentir que por fin descanso en un maravilloso regazo, como un bebé. Mi cama es gozosa y es el lugar en el que más tiempo paso –más de nueve horas seguidas y me parecen pocas– así que, qué mejor manera de quererse a uno mismo que cuidar sus propios momentos. A esto me refiero.
Lo mejor que tienen los rituales es que en la mayoría de las ocasiones mejoran la vida del que tenemos al lado. Así, por ejemplo, preparar el café, llevar a los niños al colegio, poner la mesa del almuerzo o sacar a los perros pueden convertirse en rituales si ponemos más amor y consciencia en lo que hacemos, si añadimos la pausa. ¿Me siguen? Para eso, para ser más conscientes de ello, necesitamos erradicar, por un momento al menos, la prisa. Estar más presentes y abrazar durante ese tiempo la pausa, la calma. Acariciar el lujo que es hacer algo para uno mismo, o para los demás, con todo el amor y la consciencia que somos capaces.
A mas rituales, más pausa, menos prisas y más cerca estamos del día perfecto y de irnos felices a la cama.
No echar nada en falta es el último ingrediente. Tal vez el más complicado. Se merece mil palabras más. Pero les adelanto que nada mejor que vivir en el agradecimiento para no echar nada en falta.
ESCRITO POR:
Periodista española afincada en Alemania, escribe sobre tendencias y estilo de vida.
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