viernes, 20 de enero de 2023
Parte del Claustro de la Universidad de Stanford en la ceremonia de Graduación / Eric Chan (flickr)
Hace unas semanas recibí, como cada mes de diciembre, la carta en la que la Universidad de Stanford anima a sus antiguos alumnos a hacer una donación de fin de año. Mi última donación (pequeña, lo reconozco) fue en 2018, antes de que decidieran retirar de varios lugares del campus las menciones a Junipero Serra, el misionero español que en s. XVIII fundó muchas de las misiones que dieron origen a lo que hoy son algunas de las principales ciudades de California – pero de aquella decisión hablaré en otro artículo. La carta me sorprendió porque, creo que por primera vez, se ofrecía «Diversidad, Equidad e Inclusión» como uno de los rubros a los que podías dirigir tu donación. Y es que DEI, las siglas bajo las que se agrupan todas las iniciativas relacionadas con esos tres conceptos, es el término de moda en las Universidades angloamericanas (y, por tanto, pronto lo será también en las españolas). Entonces, ¿a qué habría dedicado la Universidad mi donativo -de haberlo hecho- si hubiera marcado la casilla de DEI? A los pocos días me llegó un ejemplo.
El 20 de diciembre, el Wall Street Journal hacía público un listado de palabras que la Iniciativa para la Eliminación del Lenguaje Ofensivo, de la Universidad de Stanford, sugería dejar de utilizar. Así, por ejemplo, recomendaban no decir que una persona «se había suicidado», si no que «había muerto por suicidio» pues, de lo contrario -decía el documento- «se trivializaba la experiencia de las personas con problemas de salud mental». Tampoco debería decirse «inmigrante», sino «persona que ha emigrado», para no reducir a la persona únicamente a una de sus muchas dimensiones. Y por lo mismo, recomendaban decir «persona que realiza trabajos sexuales», en lugar de «prostituta». Y la lista, con más de 150 términos, seguía: no se debe hablar de «las Islas Filipinas» sino de «las Filipinas», porque «Islas Filipinas» denota colonialismo. Ni se deben utilizar expresiones como «enterrar el hacha de guerra», porque usarlas supondría «apropiarse culturalmente de una tradición secular de algunos indígenas de Norteamérica que simbolizaba la paz». Ni decir que «hay muchos jefes y pocos indios», porque «banaliza la estructura social de los pueblos indígenas». Tampoco se debe decir «damas y caballeros», porque eso supone «asumir que toda persona es hombre o mujer…». «Oveja negra», «lista negra»… Desaconsejaban incluso el uso de la palabra «master», porque se utilizaba como «amo» en el contexto de la esclavitud; imagino que pronto los alumnos de la escuela de negocios pasarán a recibir títulos de «versado en Administración de Empresas».
Con iniciativas como esta, las Universidades no hacen sino instruir en el victimismo a las personas que, sólo supuestamente, podrían sentirse ofendidas por expresiones como las de la lista. Y la mentalidad victimista, como profecía autocumplida, facilita el sometimiento real por otro presuntamente superior.
Durante la carrera, un día que yo estaba sentado junto a un amigo de padre nigeriano, el profesor utilizó la expresión «merienda de negros» para referirse a una discusión que había presenciado en la Duma rusa. Sin que ni mi amigo ni nadie le dijera nada, el profesor dedicó los siguientes quince minutos a justificarse y disculparse por haber usado esa frase hecha – que no obstante hoy seguramente no usaría. Mi amigo, que por supuesto no se había dado por aludido, me miró riéndose y, refiriéndose al profesor, me dijo: «¿es que no se da cuenta de que lo único que está consiguiendo es empeorarlo todo?». Pero claro, a mi amigo nunca le hicieron creer que fuera víctima por ser negro. Y yo me pregunto: ¿no se dan cuenta las Universidades de que con iniciativas como esta lo único que consiguen es empeorarlo todo? Del mismo modo que forman ingenieros civiles, licenciados en historia, o doctores en derecho, hoy las Universidades están creando másters en victimismo. Perdón, «versados» en victimismo.
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