martes, 6 de junio de 2023
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«¿Qué es eso? ¿Cómo puedes vivir sin smartphone?». Estas dos preguntas son recurrentes en mi día a día, cuando propios y extraños comprueban que me muevo por la vida con un Alcatel pequeño, ligero y funcional. La verdad es que no sé muy bien qué contestar, y eso que he tenido tiempo de sobra para hilar una respuesta convincente. Supongo que me gusta generar ese silencio incómodo que termina obligando al intrigado cuestionador a compartir su hipótesis. Las teorías son muy variadas; mis favoritas son estas tres: que me dedico al narcotráfico (la más extendida en un viaje reciente a Miami), excentricidades propias de un historiador modernista (conclusión de mis alumnos de la generación Z) o que soy un conspiranoico que no desea ser rastreado por autoridades y grandes tecnológicas (en auge durante los años de la pandemia). Después está la pregunta, menos existencial, que me hace mi círculo cercano («¿cuándo te vas a comprar un smartphone?») y, ante mi silencio, su consensuada deducción («no te lo compras por incordiar»).
Yo diría que es la nostalgia de la juventud, ese síndrome tan propio de la temprana mediana edad, lo que me lleva a intentar vivir con un móvil y otros objetos de entonces (pero sin corbatas chillonas noventeras, en algo hemos avanzado). Todo lo que se reúne en las aplicaciones de un móvil yo lo tengo en formato físico. Viajo en coche con un mapa de Michelin (que doblo y redoblo para que salga por cuadrículas el tramo del recorrido), me comunico mediante llamadas o sms, hago fotos con una cámara (digital, se me pasó la edad de ser hipster) y escucho música en un mp3 (algo hemos evolucionado desde los 90: aunque el continente es distinto, el contenido es el mismo). Es verdad que conlleva tener más trastos, pero también se reparten responsabilidades: si el teléfono se queda sin batería no se termina el mundo.
El mayor cambio que ha supuesto el smartphone, desde mi punto de vista, es nuestra forma de comunicarnos, sobre todo desde que ha surgido una aplicación que la monopoliza y desconoce las barreras horarias. Es curioso, pero contestar negativamente a la pregunta «¿tienes WhatsApp?» va seguido del lamento «¿y ahora cómo lo hacemos?» (percibo que me miran como si fuera un amish mediterráneo). Para salir del apuro contesto que nos podemos comunicar por SMS, lo cual lleva al interlocutor de la desorientación a la ira. Si algo tengo claro es la generalizada aversión a los SMS (quizás fueran más misericordiosos si recordaran que teclear mensajes en un teléfono diminuto con tres letras por botón requiere de paciencia y bastante destreza). La cuestión es que por cada grupo de amigos/familiares existe una persona (el buen samaritano) que me escribe un SMS diciendo dónde hemos quedado (también existe el fariseo, el que me presiona para que siga la ortodoxia y me descargue la aplicación). Tiene su emoción ir a las cenas sin saber ni quién va ni a quién hay que felicitar por un ascenso, una boda o un hijo; además puedes felicitarles con un abrazo y no con emoticonos. Supongo que no estar esclavizado a esta red social me permite tener mi tiempo para lo que Byung-Chul Han ha sintetizado en Vida contemplativa o mi interpretación de la misma, más prosaica, el dolce far niente.
Un teléfono antiguo no solo te permite la vida contemplativa, sino que lleva implícita una postura rebelde (volvemos a la nostalgia de juventud) que te lleva a prescindir de según qué servicios públicos (como un aparcamiento público para bicicletas que solo se puede alquilar en la aplicación Madrid360) o recibir tu plato en un restaurante a porta gayola (a ver venir lo que hay detrás del toril/cocina). Esto último tampoco hay que dramatizarlo: durante la locura pandémica de los códigos QR le preguntaba a los camareros si serían tan amables de decirme qué platos tenían y sus ingredientes, lo que me permitió crear categorías de restaurante según el conocimiento del camarero (esta afición es causa directa del dolce far niente).
Lo bueno es que no eres un rebelde solitario, sino que hay muchos ahí fuera. Cuando nos encontramos con otro de la resistencia (así nos autodenominamos), nos saludamos con una sonrisa dentona y agitando nuestro teléfono como si fuera un actimel (yo abogo tener un sofisticado saludo secreto, como los masones, pero los nostálgicos solemos ser anárquicos).
Llevo tiempo pensando en qué respuesta dar a la segunda pregunta que encabeza este artículo. Para la primera he decidido utilizar la definición del objeto trascendental kantiano, como me enseñó el profesor Sergio Rábade, «un prisma rectangular negro». Sin pretender ponerme erudito citando a diestro y siniestro tengo dos lecturas que me han marcado a seguir viviendo como mi juventud (ninguna de Jack Kerouac). Por un lado, Educar en la realidad de Catherine L’Ecuyer que me mostró los efectos negativos de las pantallas en los niños; creo que la paternidad obliga ejemplaridad. Por otro lado, está Anestesiados de Diego Hidalgo que me ilustró sobre cómo somos instrumentalizados por GAFAM (Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft); y yo tengo el orgullo hispano ante la dominación foránea. Seguramente va siendo hora de que pase de la defensiva a la ofensiva, que conteste esa segunda pregunta a la gallega: «¿eres consciente de las consecuencias que tienen?». Dicho todo esto y siendo honestos, los smartphones, como los barcos, lo bueno es que lo tengan otros. Que tú puedas disfrutar de ellos (recibir una información de manera instantánea o encontrar un lugar recóndito) sin tener que afrontar los inconvenientes que conlleva su posesión: estar siempre disponible para tus congéneres, el castigo perpetuo digno de Sísifo del scroll o ser escrutado por algún perverso algoritmo.
ESCRITO POR:
Fernando Dameto Zaforteza es profesor de Estudios Liberales y decano de Crecimiento en CIS University, y autor de «La economía política en las expediciones científicas ilustradas a la América española (1734-1810).»
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